El monte más querido y disfrutado de la ciudad sigue manteniendo ese hálito de magia, hermanado con el ocio, el esparcimiento y el sosiego que siempre regala la naturaleza.
Pasear por cañadas y vaguadas, sorprender al corzo tras un jaral, o seguir con la mirada los inquietos devaneos de una ardilla entre chopos o robles, son motivos para dejar reposar la vista y el espíritu en las casi 2.800 hectáreas de un espacio protegido como es Valonsadero.
Una estancia que no requiere prisas y que invita a la pausa. Todo el año. Colores, olores y aires imprimen al visitante, ya sea a pie o en bicicleta, una sensación nueva, donde el silencioso invierno contrasta con un verano pleno de vida, sin olvidar el reposado otoño ni tampoco la asombrosa primavera.
Y sin dejar a un lado que todo este espacio ya era disfrutado por quienes por aquí pasaron hace tres mil años. Así lo demuestran el medio millar de pinturas rupestres que los nómadas de aquellos tiempos dejaron en rocas y abrigos. Sentires de arte, de magia y también de recogimiento y de meditación.
Pero el espacio abierto estimula el refugio, al yantar, o simplemente, al sosiego tras una calmosa estancia. No en vano toda esta superficie cuenta con dos lugares de obligada vista, si no los dos, de uno en uno.
La siempre emblemática Casa del Guarda abre durante todo el año, y donde pequeños y no tanto, casi siempre en familia, pueden disfrutar de la cotidiana gastronomía soriana, algo que sin ser fuera de lo normal, sí que conlleva esa valía de lo sencillo, de lo natural, fuera de otras aventuras de mesa y mantel con la que a veces, no se acostumbra uno.
El segundo punto de interés es el Hotel Valonsadero, donde sus estancias con ventanas que miran a un paisaje de horizontes infinitos y posibles, se quedan en la retina del huésped. Sin más. Para siempre. Y con la siempre atrayente y satisfactoria experiencia a la hora de degustar prodigiosos platos en su restaurante, donde no dejan atrás el refinamiento en la presentación ni en el sabor de sus creaciones. Un quehacer que retoma el testigo de la cocina tradicional para hermanarla con vanguardias de ahora. Una especial combinación en la que los cocineros descubren secretos en el paladar, que en su íntimo parecer, ha mantenido reservado a la hora de nutrir a cuerpo y alma.
Descanso que ofrece otra alternativa. Su nombre, La Roca, cuyo suelo abre sus entrañas a los pies del comensal, ofreciendo un espacio insólito, un ambiente acogedor con viandas que también gratas, sorprenden cada año. Cocina consecuente, de calidad, con raciones variadas, muchas de ellas provenientes de la brasa, sin obviar la carta de ensaladas en una práctica oferta que se amalgama en el horizonte con el majestuoso Pico Frentes.
Sendas, puentes medievales, trazas de calzadas romanas y rutas señalizadas con sus fuentes brindan al amante de lo natural una experiencia que el visitante se querrá llevar en la maleta, o en la mochila, y que a buen seguro recordará con el firme propósito de volver.