Maite Eguizábal, de Medios de Comunicación Social de Osma-Soria entrevista a Vicente Molina, sacerdote, artista y que vivió con intensidad el ambiente de la ‘Movida’ madrileña.
Maite Eguizábal: “El cartón se convierte así en signo y símbolo de mi propia persona pues, al igual que yo intento producir una obra de arte en una materia ya usada, llena de golpes, rasgada, aplastada e inservible, de igual manera Dios realiza en mí su obra de arte”. En ‘Una mirada desde la nada’, catálogo de obras blancas y silenciosas, y de reflexiones autobiográficas, leo estas palabras de quien hoy nos acompaña, Vicente Molina Pacheco (Madrid, 1956), sacerdote y pintor.
Vicente Molina: Bueno, yo tengo una vocación primera anterior al sacerdocio, que es la llamada a la comunión con los demás por la vía de la expresión artística plástica. No es una transmisión por la palabra sino vital. Lo que es el arte en sí, transmitir las emociones más profundas por los medios más sencillos.
M. E.: Al contemplar su vida se perciben dos marcas: el arte y la enfermedad.
V. M.: Hay otra marca, la más fuerte, que es la que yo recibo de Dios a través de la oración de mi madre. Ella sufrió mucho por mí, también por mi padre. Cuando yo tenía 27 años, un domingo fui a comer a su casa, yo venía del Rastro madrileño, muy alegre (por aquel entonces yo estaba en lo que se llamaba la ‘Movida madrileña’, con todo lo que conllevaba aquel estilo de vida). Ella venía de misa. Se me quedó mirando con una sonrisa y me dijo: “Hijo mío, por fin el Señor me ha mostrado que vas a entrar en la Iglesia”. Yo, claro, en ese momento me reí. A los tres meses estaba peregrinando a Santiago de Compostela y, al cabo de un año de una conversión profundísima, entraba en el Seminario de vocaciones tardías de Toledo, Santa Leocadia.
M. E.: ¿De artista bohemio a seminarista?
V. M.: De muy joven me dediqué a la pintura. Iba por libre siempre, en la formación era un desastre, me daba todo igual, cogía lo que me interesaba de cada sitio. Estuve dos años con Venancio Blanco, el escultor, luego entré en el Círculo de Bellas Artes. Era una vida que me llevó al límite, llegué incluso al límite del suicidio. En el proceso de conversión dejé de pintar y experimenté lo que es el sufrimiento holístico, vital. Quería acabar con todo, todo se rompió y perdió el sentido. Pero estando en esta situación que me impedía seguir adelante, descubro una luz, una especie de cuerda de luz muy finita en medio de la oscuridad. Me agarré a esa cuerda y empecé a rezar. Más tarde, ya en el Seminario, leí en Kierkegaard precisamente eso, que en el límite del suicidio se encuentra una puerta hacia lo trascendente. Hubo un cambio total en mi vida.
M. E.: ¿Rompió con su vida anterior?
V. M.: Rompí cuadros, murales… incluso obras que habían sido premiadas nacionalmente. Tenían tanta fuerza sobre mí que no me dejaban avanzar. El Señor no me hizo andar en Él, ni siquiera correr, me hizo volar. Me metí en una asociación que cuidaba enfermos por las casas, una entrega que me fue haciendo ver al semejante, sus limitaciones, y en su momento el Señor me indicó que mi camino iba por otro lado y me fue dirigiendo hacia el sacerdocio ordenado. Empecé a ir a Misa diariamente y a llevar una intensa vida de oración, entré en un grupo de la Legión de María (aparecí allí con el pelo largo y pantalones cortos pero me sentí bien desde el primer momento). Mi madre, que siempre se adelantaba, otro domingo me dijo: “Hoy el Señor me ha mostrado en la Misa que vas a ser sacerdote”. “¡Venga ya!”, dije yo. A los tres meses, ocultamente, el 13 de mayo, me estaba dirigiendo al Seminario de Toledo en un tren cercanías del que estuve a punto de bajarme en cada parada. Fue una lucha tremenda pero llegué. Más tarde vine a hacer la Teología a El Burgo de Osma.
M. E.: ¿Cuándo volvió a coger los pinceles?
V. M.: En el Seminario, cuando llegó el tiempo de las comedias, me pidieron hacer los decorados. Yo dije que ni hablar, pero claro, las comedias iban a tener mucho menos brillo. Al final acepté y ya todos los años me tocó hacerlos. Fue el comienzo; a partir de ahí me fui animando.
M. E.: La segunda marca, la enfermedad…
V. M.: He estado desahuciado por los médicos en tres ocasiones pero aquí estoy. Después del segundo trasplante de médula, al año salió otra vez la enfermedad; me dieron una medicina nueva que, por causa de un estado de intoxicación previa, me quemó el sistema nervioso. Estuve siete meses con morfina, era como tener una hoguera en los pies. Entonces entendí lo que significa estar en el purgatorio, no en el infierno, sino en el purgatorio. La primera vez que me dijeron que tenía algo muy grave, tuve una lucha interna terrible. Cuando ya acepté, di el salto de fe interno, le dije al Padre: “Tú quieres esto, lo abrazo con todas mis fuerzas. Ayúdame”. Abracé lo que Él me mandaba y empecé a sentir una profunda paz que me transmitía un estado de plenitud y alegría. Comprendí las palabras de Jesús en el Huerto de los Olivos: “Que no se haga mi voluntad sino la tuya”. Y baja el ángel con la copa de la consolación. Hay que saber abrazar lo que Dios te va poniendo. Jesús no habría podido llevar la cruz si no fuera porque, al abrazarla, estaba abrazando al Padre.
M. E.: Ese abrazo lo vive día a día con la gente de los pueblos que ha llevado y también lo comparte con los más débiles y pequeños.
V. M.: Sí, acompañando a los más débiles, enfermos o disminuidos, que muchas veces tienen una sensibilidad extrema, encontramos esa paz y ese descanso que son como una antesala del cielo.
M. E.: Dice Antonio Oteiza que “la pintura religiosa es la que se hace sagrada, la que crece desde la mirada de la Nada”.
V. M.: Lo que intenta captar esta pintura es lo que se transmite a nivel de pensamiento, de estado de ánimo. Es una belleza de otro orden, que va descubriendo algo de ti, con imágenes y formas, con lo mínimo. Estando en Salamanca vi el cartón y le dejé protagonismo. Sólo utilizaba para darle un poco de sentido, carboncillo y pintura blanca, era esa necesidad de blanco, de pureza. En la enfermedad también tuve una pintura negra, fuerte, oscura, sin luz. Después una época rosa, siempre tocando un personaje, el monje, pretexto para transmitir mis vivencias, esa búsqueda de Dios. Este año pasado han sido brochazos grandes, etéreos, una gama de grises, blanco y negro. Una pintura muy rápida, muy suelta, con mucha vida, fresca, en movimiento, que transmite emoción, no algo muy perfilado, muy machacado, eso permanece muerto.
M. E.: Ahora tiene algunas obras en León, en una exposición de proyección internacional…
V. M.: Sí, en la Fundación Merayo, en Santibáñez de Porma, ‘Poéticas contemporáneas de Oriente a Occidente’. Somos tres artistas españoles y tres japoneses. En el año 86/87, organicé una exposición que empezó en la iglesia de Santa María de Huerta, éramos 14 artistas contemporáneos. Pasó por Berlanga, Almazán y terminó en la Colegiata de Medinaceli. Era una llamada al hombre de hoy, un diálogo con él. La inauguró D. Francisco Pérez González, se quedó impresionado.
M. E.: Este año ha sido seleccionado en el 52º Premio Reina Sofía de Pintura y Escultura, muchas felicidades.
V. M.: Sí, llevé la obra ‘Estado interior’, un juego de luces y sombras que determinan un estado del alma. Durante la visita que hizo Doña Sofía le pude regalar mi libro ‘Luz en la Pasión’; lo recibió con mucho cariño. Y en 1980 me dieron la 3ª Medalla en el 48 Salón de Otoño de Madrid.
M. E.: ¿Cuesta más al artista liberarse de su ego?
V. M.: El artista, humanamente hablando, se alimenta de cierta vanidad. Le gusta ser reconocido, admirado y aplaudido. Eso no es malo cuando sirve de impulso para mejorar en el trabajo, pues se reconoce que ha llegado aquello que quería comunicar. Ahora bien, buscar la adulación trae efectos profundamente dañinos, en primer lugar, aumenta el egocentrismo poniendo en él el foco de atención y, a su vez, oscurece la realidad del verdadero camino. Se ha de vivir cierta ascesis para desintoxicarse de lo superfluo y aparente. La meditación es fundamental y, si es persona de fe, la oración es fuente que lleva a la verdad. El artista de suyo posee una gran sensibilidad, por lo que los estados emocionales son más intensos y por lo tanto necesita de una base sólida como es la oración… para no caer en desequilibrios