Artículo de opinión de Alejandro Ramos, profesor universitario y secretario de NNGG Soria.
La sociedad acumula un importante hartazgo al ver en nuestros representantes políticos discusiones estériles y juegos de tronos constantes para repartirse el poder. Nuestro país tiene la fortuna de contar con una democracia asentada, aunque no exenta de amenazas populistas cada vez más intensas. Tiene que ser responsabilidad de todos fortalecer nuestras instituciones, garantizar un estado sostenible de bienestar y generar un clima cálido de convivencia.
En el plano actual, tan fragmentado y polarizado, un buen líder tiene que disponer de un discurso coherente, consistente y convincente. Tan importante es mantener un mismo mensaje en el tiempo, como que éste sea acorde a las circunstancias, sin caer en contradicciones. Y, por supuesto, tiene que llegar a las personas, ya sean tus votantes o no, de una manera directa, segura y transparente. Todo lo demás, son simples palabrerías huecas y demagogia absurda que no deberíamos admitir.
Pretender tomar decisiones solo desde los despachos sin conocer las preocupaciones regionales o municipales genera crispaciones internas e imposiciones maquiavélicas. Lo que la sociedad reclama es una cercanía basada en pisar la calle, recorrer kilómetros y hablar de las verdaderas preocupaciones. Los problemas generales tienen que ser el motor de acción para buscar una solución y nunca al revés, es decir, la propia política no debe generar más problemas.
En política, como en la vida, la elegancia de los hechos es una seña de identidad. El control de lo que se conoce como relato político garantiza, por un lado, la credibilidad sólida de los argumentos y, por otro, un liderazgo natural que legitima para marcar una línea maestra. Cuando se presentan directrices atropelladas en medio del ruido permanente y ataques personales, el relato se desdibuja, las opiniones se radicalizan y el líder queda totalmente deslegitimado para seguir tomando decisiones.