Enrique Rubio, desde Berlanga.
Creo que todos, tanto quien escribe estas líneas como quienes las leen hemos presumido alguna vez de tenernos que arropar en verano con una mantita. Y no es esta una cuestión baladí, pues el sueño reconfortante es uno de los sencillos placeres más necesario y envidiado por aquellos que no lo encuentran. Pues sí, nos tapamos algunas noches estivales con mantita y dormimos a pierna suelta. Además, este hecho se constata y repite con mucha más frecuencia entre las vetustas paredes de piedra y barro de los pueblos.
Lugares desde donde la tópica imagen del paseante con la “rebequita” en la mano se ha viralizado desde hace tiempo, siendo fácil situar en nuestro imaginario humorístico a cualquiera de nosotros, aunque no suceda, paseando en una playa sin más preocupación que no olvidar esta prenda ligera.
No es que a los sorianos nos asuste el frío, lo que no nos gusta es tenerlo, y por eso sabemos cómo no pasar ni un ápice.
Pero no quiero que nuestra imaginación se vaya lejos de Soria, más bien lo que quiero es que no se vaya de aquí. Pues quiero recordar a una persona que seguro usaba esta prenda en sus noches de mar balear y mantita en Valdegeña. Imagino que a estas alturas no sorprendo a nadie diciendo que se trata de Avelino Hernández, con boina y bota.
En su pueblo, Teresa y Ricardo, hermano y compañera se situaron al frente de la Asociación Sierra del Madero para capitanear un encuentro homenaje, en el que Avelino se respiraba en la esencia de las calles. Incluso se podría pensar que en cualquier esquina podía aparecer la vaca de su abuelo que se llamaba
Silvestre, la vaca no, su abuelo.
Todos estaban contentos. Y es que Avelino hizo mucho por su pueblo. Por los pueblos. Por Soria. La viajó entre chorizo, jamón y pan de hogaza. Y paró a beber agua en todas sus fuentes. Habló con todos los viejos que encontró. No despreció una invitación ni una conversación a su paso. Ni dejó de volver la vista atrás para ver lo que dejaba. Fue con Gaya llevando a su ‘Santero de San Saturio’ entre otros. Y escuchó la lírica de la naturaleza.
Se celebró una lectura en boca de muchos del singular Silvestrito. Y si, digo singular por eso, porque era él mismo, un personaje único e irrepetible, la esencia de lo aprendido empíricamente en el día a día de la vida rural. Esa vida llena de conocimientos pretéritos con proyección a cualquier futuro, que muchos ya no atesoran, sumergidos en la homogeneidad alienante que se aleja de sus raíces.
Seguramente, el Silvestrito que sigue habitando en los niños de pueblo (porqué los niños de pueblo somos niños de pueblo toda la vida) tendría muchos capítulos que añadir, con las picias que hemos hecho todos que nos siguen poniendo la sonrisa en los labios, mientras recordamos lo que nos diría nuestro abuelo.
No podía ser de otra manera, he tenido que volver a leer el texto que allá por 1982 ‘Soria. Donde la vieja Castilla se acaba’ todo un referente de sorianidad a pecho descubierto. No sé todavía muy bien si se refiere a un final geográfico o físico, pero estoy seguro de que quería mantenerla viva sin duda alguna. En cada una de sus páginas se guarda una provincia que todavía se puede leer en los paisajes de un viaje. Sin ocultar que la dureza seca de alguna de sus líneas me removió de impotencia a la par que de ganas de seguir peleando.
Buscando los más conspicuos representantes de la provincia de Soria y exponentes de la socarronería de las gentes del común, trazó un perfil psicológico del paisanaje mimetizado en su entorno, haciendo relevantes y protagonistas anónimos a aquellos que mantienen la esencia sus pueblos con esa lógica rural que siempre es demoledora.
Este mes de agosto, de pueblos en su verdadera magnitud y calles con niños debería ser una escuela de verano, incluso con cursos para universitarios y masters para licenciados de vida de aquellos que custodian las sabidurías de nuestros lugares de origen, para aprender de viva voz todo lo que después muchos leerán, por ejemplo, en ‘Una vez había un pueblo’.
Creo que hoy son muchos los niños que dentro de cuerpos de hombres y mujeres todavía recuerdan la boina de Avelino y su paso por sus aulas. De cualquier rincón. Incluso de Soria. Ojalá sean muchos más los que están por leerlo y los que tengan la libertad de vivirlo. En la letras o en la vida de los pueblos que tanto tienen todavía por escribir.
Volviendo al principio, quiero pensar que Avelino, como todos los que demuestran amor a nuestra tierra con sus obras, dormía a pierna suelta con o sin mantita después.
Permítanme que como señal de respeto no me descubra, sino que me cale la boina de mi abuelo y celebre este recuerdo con un trago