Cinco años después ha regresado a Soria con una premisa; “andar con una sonrisa y charlar con todo el mundo”. Conocemos una vida plagada de historias increíbles y hablamos del amor, de la guerra y, por supuesto, de las Fiestas de San Juan. “Mientras pueda, no tengo otra cosa mejor que hacer que venir a Soria en junio”, promete.
Con los 80 años recién cumplidos, cuatro bypass en el corazón, sus “rodillas biónicas”, sendos ojos operados y sin haber pisado Soria desde 2019, muchos pensamos que nunca volveríamos a ver a David Wagner en Valonsadero. Por eso, cuando su buen amigo y protector en estas tierras, Fermín Manuel Sanz López, fue a recogerle a Barajas tras su vuelo transoceánico con doble escala (Oregón-Seattle-Ámsterdam-Madrid) sentí la necesidad de hablar con él.
“David, quiero que me cuentes cosas”, le pedí con ese tono casi avergonzado que se usa cuando se siente cariño por alguien. “Poco te voy a contar, porque tengo la garganta seca”, me espetó. Aquella respuesta era su peculiar forma de hacerme saber que el peaje de esa charla iba a ser unas cuantas cervezas. Peaje irrisorio que pagué con gusto.
David es tipo tranquilo, rebosante de anécdotas, algo resabiado con el sistema. Su inconfundible y frondosa barba no esconde su sempiterna sonrisa, al igual que sus maltrechas piernas no le impiden hacer (casi) todo lo que quiere. Es alguien sencillo, humilde, amante de la naturaleza, curioso y bonachón. También es tozudo (desconfía de las farmacéuticas y tiene claro que el Covid fue un engaño) y contradictorio (ha empezado a cuidar su alimentación, pero no ha reducido una gota de alcohol). David es un buen tío, pero, ante todo, David es un tipo feliz.
La salud y el dinero no le sobran, pero tampoco lo necesita. En América vive en una pequeña parcela (por la que apenas paga 300 dólares al año), con una huerta de la que come directamente a diario sin pasar por la cocina. Durante su última estancia en Soria duerme en una colchoneta tirada al raso en un pequeño pueblo de la comarca del Izana, junto a una rehala de caza. La salud y el dinero no le sobran, pero lo poco que acumula tiene claro que lo quiere invertir en San Juan: “Mientras pueda, no tengo otra cosa mejor que hacer que venir a Soria en junio”.
El Americano de El Bullicio reconoce que es “un personaje” de las Fiestas de San Juan, aunque David Wagner nos cuenta con cierta resignación que pocos de los que vienen a pasar un rato con él conocen su historia. Él ha formado parte de diferentes misiones del Ejército de los Estados Unidos en Centroamérica, ha sido paracaidista y profesor de buceo. Maestro, ingeniero, arquitecto. Amante de la pesca y constructor de pequeñas embarcaciones que usa para sus aventuras. Padre, marido (dos veces) e hijo.
Su familia reside desde hace cuatro generaciones -antes de su nacimiento- en Oregón, un tranquilo estado en el norte de la costa del océano Pacífico en Estados Unidos. Allí llegaron durante la conquista del oeste desde Missouri, en el corazón del país. Wagner tiene sangre de los nativos americanos en su ADN: “A mi abuela, abuela, abuela (su forma de referirse a su tatarabuela) le gustó un indio…”, nos cuenta.
Su infancia fue muy distinta a lo que se podría vivir hoy, pero no tanto a cómo crecieron la mayoría de niños en España durante aquella época. No muchos recursos, libertad, contacto con la naturaleza y necesidad de ayudar al sostenimiento económico de la familia. Con 12 años ya manejaba el tractor. “Me daban un arma con tres balas y me decían: “No vuelvas sin algo de caza para cenar”, recuerda.
Fue en un punto indeterminado de aquella infancia cuando su padre le regaló un libro que condicionaría su vida para siempre. No por lo que contaba, sino por el idioma en que estaba escrito. Su progenitor le regaló ‘Un verano en España’ y ahí surgió en el pequeño, de edad que no de tamaño, su curiosidad -primero- por el idioma castellano y -luego- por el país. David llevó el libro a su escuela y pidió aprender aquel idioma, pero le dijeron que sólo podría dar clases de español en los dos últimos cursos. La espera mereció la pena, pues aquel idioma se convirtió en el elemento común de muchas de las mejores experiencias de su vida.
Pero antes, cuando acabó la Secundaria “me agarró el ejército”, y “por unas razones o por otras” fue destinado a Panamá durante dos años. Desde las bases americanas en Centroamérica ejerció como paracaidista durante la crisis de los misiles de Cuba, condujo camiones de radio militar y formó a los soldados yankees que se preparaban para ir a Vietnam en estrategias de supervivencia en la jungla.
“Me mandaban hacer cosas muy raras”, confiesa no muy orgulloso, aunque “era eso o ir a la cárcel. Y yo no quería ir a la cárcel”. Su mejor anécdota de esa época fue cuando era el responsable de dar de comer a los animales en el zoo que el ejército estadounidense tenía en la zona. “Me fijé que los tigres comían carne de primera, mientras a nosotros nos daban carne de cuarta. Un día me cogieron comiéndome un filete de los tigres y se me acabó el trabajo”, resume.
Tras aquella etapa militar, David pasó por varias profesiones. “Caí un rato en los mundos de la arquitectura y de la ingeniería eléctrica. Pero la gente sólo quería ganar más e irse a la ciudad, no me caía bien esa gente”. Ese desapego a los sistemas sociales actuales, que conoce cualquiera que haya charlado con él, se ve también cuando le pregunto por la profesión en la que más cómodo se sentía: “Arreglando vías en el ferrocarril. Era un trabajo fuerte, pero lo haces y no hay preguntas, no hay quejas, no hay nada”.
Pero donde David desarrolló la mayor parte de su carrera profesional fue en la enseñanza. Como orientador, “ahí sí ayudaba a la gente que tenía que elegir su futuro”, y como profesor de español “era un maestro difícil y al principio todos me odiaban, pero al final sabían que habían aprendido algo”. Fue en esa condición de maestro de lengua castellana en la que Soria aparece en su vida.
Antes de empezar a hablar de Soria, David pide otra ronda. Diremos que era la cuarta. Ahí nos confiesa que odia la Mahou: “Si vas a pensar en vivir tanto como yo, vas a tener que elegir siempre lo mejor”, aconseja. “Hay pocas cervezas que me caen bien a mí”, reconoce, y lamenta que en Soria no haya más variedad de sabores y tipos de cerveza.
La relación de David con Soria comenzó hace 32 años, cuando vino durante dos cursos a estudiar español. La segunda familia que le acogió (cuando superaba los 45 años) era miembro de El Bullicio y ahí empezó su idilio con una peña que siente como suya y de la que ha llegado a ser presidente. “Yo soy muy peculiar, pero trabajo como el que más, por lo que no tuve problema”, señala.
Tras una treintena de Sanjuanes, las batallitas se amontan en su cabeza. Una vez se puso en una cadena de El Cuadro que estaba sacando cañas de la sede para sus socios y “me bebí 20 cañas en 10 minutos”. Ese ambiente familiar y de camaradería entre las diferentes peñas es lo que más le gusta a David de San Juan, aunque la masificación ha cambiado algunas cosas: “Antes me sabía el nombre de todos los miembros de El Bullicio y ahora sería raro si los sé reconocer a la vista”.
El Americano destaca que la esencia de las Fiestas de San Juan está en compartir, como ocurría antaño con la caldera. “Antes, la idea era que durante las fiestas todo el mundo podía comer y beber bien al menos una vez al año. Había gente que lo esperaba con ganas porque era la única vez que lo hacía”, recuerda. Él también ha notado el paso del tiempo: “Antes, durmiendo 15 minutos en una montonera de gente podía estar los cinco días de fiesta seguidos, ahora tengo que ir cada día a dormir a casa”, lamenta.
“Hay tantas cosas que he hecho increíbles…”, recuerda con cierto anhelo. Lo que no nos cuenta son sus amores sanjuaneros: “De eso yo no hablo”, zanja antes de señalar que “los sorianos no saben ligar porque no saben callarse la boca. Si pueden dar un beso, salen a la calle diciendo que eran 100”, bromea.
Recuerda cuando intentó robar una vaquilla de la plaza de toros y por la megafonía le regañaron: “David, suelta la vaquilla”. O cuando una mañana, tras la barra en Valonsadero, decidió tomarse una cerveza con cada persona que venía a pedirle y se formó una larga cola. “La cosa de los chiringuitos es ganar dinero, pero lo importante es pasarlo bien”, sentencia.
David Wagner tiene claro que “las peñas damos la buena chispa a las fiestas”. Por eso, él rompe cada año su vida tranquila de ermitaño y de contacto con la naturaleza para embarcarse en un viaje transatlántico e imbuirse, hasta la médula, en el ambiente de Valonsadero y en el Bullicio de San Juan. ¿Un consejo para disfrutar los Sanjuanes?, le pido apurando la penúltima cerveza. “Claro: Andar siempre con una sonrisa y charlar con todo el mundo”.