Artículo de Ana Caballero, abogada y vicepresidenta de la Asociación Europea Transición Digital.
Desde los inicios de Internet, ha existido una tensión de fondo entre dos visiones del mundo. Por un lado, quienes defienden que la tecnología digital transforma —y debe transformar— las relaciones sociales, comerciales y políticas. Que el entorno online genera sus propios valores, sus propias reglas, y que regularlo con las leyes del mundo físico sería como poner puertas al campo. Por otro lado, quienes creemos que los derechos, las libertades y las obligaciones que nos rigen offline deben aplicarse también en el universo digital. Porque si el entorno cambia, los principios no deberían hacerlo.
En este debate, tres falacias han calado en la sociedad, repitiéndose como mantras cada vez que se intenta avanzar en la protección de los menores en internet. Hoy quiero desmontarlas, porque están impidiendo que miremos el problema con la seriedad que merece.
La primera falacia es que todo se soluciona con enseñar a niños y adolescentes a hacer un “uso responsable” de la tecnología. Esta idea desplaza la responsabilidad de las empresas que diseñan entornos adictivos hacia los propios menores y sus familias. Pero ¿cómo puede un adolescente regular su comportamiento frente a un sistema que ha sido diseñado para generar dependencia? Las plataformas utilizan patrones oscuros, recompensas intermitentes, desplazamiento infinito, notificaciones constantes… todo pensado para mantener a los usuarios enganchados. Y eso incluye a los menores, cuyo cerebro aún está en desarrollo. Hablar de “uso responsable” sin regulación ni políticas públicas es como culpar al niño de comer dulces sin freno cuando lo encierras en una tienda de golosinas abierta las 24 horas.
La segunda falacia es aún más sutil: hablar de “Nativos Digitales” es creer que los menores, por haber nacido rodeados de pantallas, tienen un conocimiento “innato” de la tecnología. Se les llama “nativos digitales” como si por arte de magia supieran proteger su privacidad, distinguir noticias falsas o resistirse a las estrategias de manipulación digital. El término, acuñado sin base científica por Marc Prensky en 2001, ha hecho mucho daño. Porque ha servido de excusa para no intervenir, para dejar a niños y adolescentes solos ante plataformas que ni los adultos entendemos del todo. Tener habilidad para usar un móvil no es lo mismo que tener criterio para saber lo que ocurre detrás de la pantalla.
Y, por último, la falacia favorita de algunas grandes plataformas: “regular mata la innovación”. Pero la historia desmiente esta afirmación. Los sectores farmacéutico o alimentario, por ejemplo, han sido altamente regulados sin que ello haya impedido la innovación. Al contrario: les ha dado solidez, seguridad jurídica y confianza social.
La regulación bien hecha no ahoga, ordena. Establece límites, fomenta la competencia y protege a los más vulnerables. Y si hay un colectivo que necesita ese escudo protector en el entorno digital, son nuestros menores.
Frente a estas tres falacias, urge una verdad: los derechos de la infancia no se pueden delegar en un tutorial de YouTube ni en un aviso de “términos y condiciones”. Necesitan leyes, vigilancia y voluntad política.
Recuerden que en el desarrollo de nuestros hijos: no hay ensayo general, solo van a tener esta oportunidad.