Artículo de Ana Caballero, abogada y vicepresidenta de la Asociación Europea Transición Digital.
En el siglo XIX, el Imperio británico inundó China de opio. Sabían que era adictivo, sabían que destruía vidas, sabían que minaba el tejido social del país. Pero también sabían algo más: que era rentable. Cuando las autoridades chinas intentaron frenar el comercio, se desató la conocida como la Guerra del Opio. Hoy, dos siglos después, no se venden drogas en barcos, pero sí en forma de píxeles, algoritmos y scroll infinito. Y el escenario no es Asia, sino Europa. El enemigo, esta vez, se llama adicción digital. Y el opio se llama TikTok.
Comparar la adicción tecnológica con el opio puede parecer exagerado, pero basta observar la realidad: menores de 10, 11 o 12 años enganchados durante horas a vídeos que se suceden sin fin, diseñados para captar su atención y mantenerlos conectados. No por diversión, no por educación, sino por negocio. TikTok —como otras plataformas— basa su modelo en la economía de la atención: cuanto más tiempo estás en pantalla, más datos se recogen, más anuncios se sirven, más dinero se gana.
Pero lo más perverso no es solo el diseño adictivo. Es el doble rasero. Mientras que en Europa los niños consumen vídeos con retos virales peligrosos, estereotipos de belleza inalcanzables o banalización de la violencia, en China —donde se gestiona la versión local de TikTok (Douyin)— los menores tienen acceso limitado, con horarios, control parental y contenidos educativos. Es decir: para sus hijos, ciencia y límites; para los nuestros, entretenimiento adictivo sin freno.
¿No les suena esto a colonialismo? Porque eso es exactamente lo que es. Un modelo de exportación de adicción, disfrazado de red social, que mina la salud mental de nuestros menores mientras genera beneficios astronómicos. Y como entonces, cuando las autoridades intentan regular, se enfrentan a lobbies, excusas técnicas y amenazas veladas de “censura” o “limitación de derechos”.
Pero la realidad es que hoy, millones de menores europeos están siendo explotados. Sus datos se recogen y comercializan sin control suficiente. Se diseñan algoritmos que premian la impulsividad, la comparación, la viralidad… y castigan la reflexión, la pausa o el contenido crítico. Es una ingeniería emocional aplicada a niños, para moldear consumidores desde la infancia.
En esta guerra no hay cañones, pero sí víctimas. Menores con problemas de sueño, ansiedad, baja autoestima o dificultad para concentrarse. Familias desbordadas por una tecnología que no comprenden del todo. Y una Europa que, pese a los avances legislativos, aún no impone reglas claras ni sanciones contundentes.
Lo que está en juego no es solo el bienestar digital. Es la soberanía cultural, educativa y emocional de las próximas generaciones. No podemos permitir que la adicción se exporte como entretenimiento. Ni que los datos de nuestros hijos alimenten un sistema que los consume por dentro.
En el siglo XIX, el opio iba en barcos. Hoy llega por wifi. Y sigue siendo urgente regular a los Tik Toks…
Post data: quiero aclarar que, a día de hoy, la Organización Mundial de la Salud no ha declarado que exista una adicción comportamental a la tecnología, salvo para el caso del juego. ¿Llegamos tarde? ¿No hay evidencia científica suficiente? ¿No es un problema de salud pública? Haremos seguimiento para mantener informados a los atentos lectores. Pero recuerden: que en el desarrollo de nuestros hijos: no hay ensayo general, solo van a tener esta oportunidad.