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“Nuestra hija con síndrome de Down salvó nuestro matrimonio”

“Nuestra hija con síndrome de Down salvó nuestro matrimonio”

Actualizado 30/05/2017 11:37

Joaquín Soto y Consuelo María Escanero, padres de 13 hijos, viven en Golmayo. No ocultan su fe cristiana y afirman que su vida, al frente de una familia tan numerosa, les llena de felicidad, aunque admiten las dificultades en su vida cotidiana.

Joaquín Soto y Consuelo María Escanero es un matrimonio que vive en un adosado de Golmayo. Tienen trece hijos: Isaac, Ismael, Daniel, Joaquín, Andrés, Ana María, Isabel, Juan Pablo, Inmaculada, Noemí, Virginia María, Cristina y Lucía. Llegados a la provincia hace catorce años, cuentan sus experiencia al frente de una familia extensa, sin esconder sus creencias religiosas bajo la fe católica y tampoco sin ocultar las dificultadas a las que se enfrentan día a día.

Joaquín es profesor en la Escuela de Hostelería, tras haber accedido a la plaza después un traslado solicitado en Mallorca. Allí nacían sus primero siete hijos. “Llegó un momento en el que sentíamos que el Señor nos llamaba fuera de Mallorca y fue Soria el lugar en el que Él nos puso” recuerda al lado de su esposa, quien añade que los primeros años aquí “fueron muy difíciles”. De hecho, a los dos años de su estancia en este nuevo destino “concursamos de nuevo porque no nos adaptábamos y nos concedieron plaza en Murcia, lugar que había sido nuestro destino preferido desde el principio”.

Sin embargo, su nuevo traslado no fue como esperaban según ella: “Tuvimos una experiencia muy negativa y el Señor nos hizo ver que no era nuestro lugar. Íbamos para tres días y nos volvimos al siguiente de llegar”. Así las cosas, y en pleno mes de agosto “con un calor espantoso, 44º”, no encontraron dónde alojarse, y además, Consuelo estaba embarazada, próxima a alumbrar a su novena hija. “Al final encontramos dónde dormir en una habitación de las que tienen reservadas por ley para discapacitados en un hotel a las afueras, a las once y media de la noche”, rememora.

Para Joaquín, este hecho supone que en ocasiones “las Escrituras se cumplen en la vida al pie de la letra; nos sentíamos como José y María, sin encontrar dónde cobijarnos. Volvimos a Soria y aquí estamos”.

El matrimonio se conoció en Palma de Mallorca, adonde él había ido a trabajar, tras una “vida muy dura y destruida”. “Padecí abusos a los once años; esto me hizo no aceptar mi vida y ver a Dios como un monstruo y enemigo que había permitido aquello. Pronto me dí a la esclavitud del alcoholismo, alienándome por completo”, explica. Un período en el que “no soportaba” y que comenzó a cambiar tras un encuentro con un amigo, “un ángel” quien le avisaba de la plaza libre de técnico en FP en la rama de Hostelería.

Algo que le abrió las puertas a un nuevo horizonte. En Palma, asegura, comenzó a sentir “muchas inquietudes hacia la Iglesia, mi corazón comenzaba a moverse y, de repente, apareció Dios”, indica. De ahí que un día le dio por acercarse a una parroquia y, al acabar la misa, un sacerdote pidió un voluntario para cuidar a un mayor impedido. “Yo me ofrecí, pero el sacerdote me dijo que no, que lo que yo tenía que hacer era ir a un retiro que había ese fin de semana”. Era en un pueblecito de Mallorca, Valldemossa, un encuentro vocacional en el que “me sentí muy bien, estaba como flotando, no sabía que existía algo así. El cura que era muy celoso del Señor y astuto me dijo: ‘¿Te ha gustado? Pues la semana que viene hay otro. ¿Te animas?’. Por supuesto dije que sí”.

Una experiencia en la que percibió que de lo que hablaban era de su vida. “Éste era un retiro de los que se hacen después de haber realizado dos meses de las catequesis del Camino Neocatecumenal. La presencia del Señor fue fortísima, se palpaba en el aire. Yo llegué sólo a la convivencia, no había ido a ninguna de las catequesis pero ya no volví a irme. De esto hace 29 años. Y allí estaba Consuelo”.

Consuelo nació en Madrid, y vivió hasta los ocho años en Manzanares (Ciudad Real). “Mi padre era militar y, por ello, después nos trasladamos a Palma”. Precisamente inició a esa edad su andadura en esta corriente de la Iglesia e inició con su madre y sus hermanos. “Era era una niña muy enfermiza, a los 14 años sufrí un intento de violación. Por todo ello, mi madre no quiso que siguiera estudiando después de la EGB, así que cursé Corte y Confección. A los 16 años hice las catequesis del Camino Neocatecumenal y fue entonces cuando empecé a ver que Dios había estado siempre detrás de todo”, recuerda. Un sentimiento que entonces le hizo ver “cómo a través de mi debilidad, Dios me había hecho fuerte. Cuando conocí a Joaquín yo tenía 17 años y él 23. Pensé: ¡Qué antipático! Y ya ves, nos casamos cuando yo tenía 20 años recién cumplidos”.

Un flechazo que Joaquín vivió con intentos de acercamiento hacia la pretendida pero él “tenía muchos problemas para relacionarme de manera normal con las chicas, por el tema del abuso y el terrible bagaje vivido que tenía guardado como en una carpeta, escondida y olvidada, en mi interior. No quería saber nada de novias”.

Con todo, comenzaron comenzamos a salir y lo vieron claro. “Queríamos formar juntos una familia. Nos casamos, era la época de Pascua, el 4 de abril de 1992. La Iglesia era fea, de esas ‘tipo cochera’ y además el sacerdote no quiso que pusiéramos flores. No nos gustó la idea pero obedecimos: los signos no eran importantes sino el Sacramento. Aprendimos a obedecer desde el principio. Dios sabe”.

“Trece hijos dan para mucho”

Ya unidos en matrimonio, ambos coinciden que sus previsiones en la descendencia futura no pasaban por trece “Quién nos lo iba a decir. Jamás pensamos en esto. De hecho yo creía que no formaría nunca una familia y que no tendría hijos, estaba convencido de manera real y esto me hacía sufrir profundamente pero es como la historia de Abraham”, apunta Joaquín, mientras que Consuelo apostilla: “Trece hijos dan para mucho, cada uno es diferente”.

Y desde luego que así es, según la descripción que hace el padre de familia: “El mayor se llama Isaac, tiene 24 años. Nunca hemos pensado en qué nombres ponerles; de una manera u otra ha sido el Señor quien nos ha dado sus nombres. Nos decían que el primero iba a ser una niña pero no, llegó Isaac, a quien, al igual que el Isaac bíblico, recibimos entre risas y sorpresa. Consuelo se reía en el parto y yo que asistí no me lo creía. El segundo, Ismael, que significa ‘Dios me ha oído’. Ismael nació en casa, de repente, y tuve que sacarlo yo mismo. Estaba histérico así que en ese instante pedí ayuda a Dios y me escuchó. Después Daniel, ‘Dios es justo’; Joaquín, ‘el Señor estableció’; Andrés, ‘varón’; Ana María, por la madre de María; Isabel, por la prima de María; Juan Pablo, por el Papa, muy importante para nosotros; Inmaculada, por María; Noemí, ‘mi dulzura’; Virginia María, por la Virgen; Cristina, ‘cristiana’; y Lucía, ‘luz’. Algunos los pusimos después de que nacieran”.

La madre, además, atesora otros recuerdos, como la llegada de Lucía quien “nos vino cuando peor estábamos. Nuestro matrimonio estaba aburguesado y en crisis total. La niña nació con síndrome de Down y muchas complicaciones añadidas, tenía una cardiopatía, problemas renales y una atresia anal. Estuvo mes y medio en la UCI en Madrid. Nuestros otros 12 hijos no nos vieron en todo ese tiempo y tuvieron que apañárselas como pudieron, fue muy duro, nos ayudó nuestra Comunidad de hermanos. En sus primeros veinte meses de vida ha sufrido nueve operaciones. Ella fue nuestra salvación, nuestra luz. Ahora está muy bien y ya tiene dos años. Esta hija Down ha sido una bendición más del Señor” habla con calma Consuelo.

Organización

Pese a que no es una labor fácil la del día a día de esta extensa familia, Joaquín relata que han ido descubriendo “con el tiempo” y con “los intentos fallidos” no hay un orden que funcione. “Nos hemos ido organizando según ha ido surgiendo, según las necesidades. Y también hemos aprendido a querer a cada hijo tal y como es, como Dios hace con nosotros. Hay también mucho sufrimiento. Si alguien piensa que esto es idílico, no, ha de haber cruz, en nuestra familia hay cruz pero la cruz es gloriosa. Detrás de la muerte viene la resurrección. Y esto lo vivimos cada día”.

Vivir fuera de la fe

Para Consuelo, en lo cotidiano, ahora el mundo “tira mucho y el ambiente es muy propicio para alejarte de Dios. Te invita a triunfar, a sentirte el centro de mundo. Nosotros procuramos enseñarles a nuestros hijos a mantenerse cerca de Dios pero ellos han de vivir sus propias vidas. Ahora dos de ellos están fuera de casa, se han alejado de la fe, libremente. Aunque preferiríamos que fuera de otra manera, tienen que vivir su propia vida. Y el mayor, Isaac, se casa en diciembre de este año con María, su novia, ya una más de la familia”.

Comunidades Neocatecumenales

La parroquia del Espino alberga una Comunidad Neocatecumenal, la única condición que el matrimonio se impuso para establecerse en lugares ante un posible traslado, ya que consideran que es “una misión el estar aquí”, significa Joaquín, a la vez que suma que “Dios nos ha colocado aquí y nosotros obedecemos. Nos resistimos al principio y, como Jacob, luchamos contra Dios sin saberlo pero hemos aceptado Su voluntad porque Él hace las cosas bien, mientras que lo que decidimos nosotros siempre sale mal”. Así, las cosas, la comunidad a la que pertenecen solo tenía dos niños, mientras que con la llegada de la familia comenzaron a sumar hasta nueve.

Familia poco común

A preguntas sobre cómo viven el ser una familia poco común en un ambiente como el actual, el padre de familia describe breve y gráficamente cómo es lo cotidiano para ellos. Vivimos inmersos en una sociedad que ahora mismo está viviendo en un relativismo dirigido hacia una cultura que podríamos llamar prácticamente de la muerte. Basta mirar lo que está ocurriendo con la destrucción de la familia, los divorcios, las separaciones, el aborto, el abandono de ancianos y el rechazo de los débiles o ‘no válidos’. Vivimos en el mundo, como los demás, pero con la esperanza en la Vida Eterna. Esto vivido en la fe es lo que da sentido a nuestra misión como cristianos”.

Pero ello no supone, para Consuelo un camino llano. “Hemos tenido choques hasta en nuestro entorno familiar. Hace un tiempo un familiar se divorció. Y aunque el resto de la familia lo aceptó como algo natural, yo le dije lo que pensaba. Tenía una responsabilidad ante él, había sido testigo de su boda ante Dios y eso no se puede negar, así que le dije que se habría separado civilmente pero que el Sacramento seguía estando y que no podía vivir ignorándolo. Fue duro decírselo pero alguien tenía que ponerle ante lo que había hecho. No como un moralism, ni como un juicio hacia él, sino como una luz, desde el amor”. El marido, por su lado, también añade que “si no pones en tu vida a Dios, hay poco que hacer”.

25 años de casados

Precisamente este año el matrimonio cumple ahora sus 25 años. Y lo harán cumpliendo los cánones que prescribe el Camino Neocatecumenal al final del mismo. “Nos vamos a Tierra Santa. Después de 28 años nos vamos de viaje de fin del Camino, no es que haya acabado, pues termina cuando pasamos al Padre. Para nosotros es algo muy importante y no puede ser una mejor celebración”, avanza finalmente Joaquín.

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