Se trata de un cambio de actitudes con respecto a nuestros hermanos para no pensar sólo en nosotros mismos sino también en sus necesidades, servirles y ayudarles.
Hace apenas cuatro días comenzábamos este tiempo litúrgico de la Cuaresma, tiempo de gracia, tiempo para decidir y optar por el Señor, su Reino y su mensaje evangélico. Dios sale a nuestro encuentro y nosotros decidimos si queremos encontrarnos con Él siguiendo el camino que nos ofrece. Pero el encuentro se produce en el desierto, ahí es el lugar de encuentro.
El desierto es el lugar de la prueba; se trata de la soledad del desierto y, en esa soledad del desierto, encontrarnos con nosotros mismos, con Dios y con los demás. Jesús fue al desierto; allí el tentador le puso a prueba pero Él supo optar por el Padre y por la voluntad del Padre, por el servicio y la entrega a la misión para la que había sido enviado. Victorioso de todas las tentaciones, Cristo comienza su misión predicando y llamando a la conversión, haciendo presente el Reino de Dios.
La Cuaresma debe ser para nosotros tiempo de desierto en el cual podamos valorar lo que estamos haciendo y lo que queremos hacer, ver con los ojos de Dios a quién servir y cómo queremos servirle. En el desierto de nuestra vida nos encontramos con nosotros mismos y descubrimos que, en nuestro interior, existe una tendencia al egoísmo, a pensar sólo en nosotros, en nuestro placer, en nuestro triunfo, en nuestra comodidad.
Junto a esta tendencia al egoísmo, escuchamos la llamada a la conversión, a pensar en los demás, a orientar nuestra vida desde los valores del Reino. Se trata de un cambio de actitudes con respecto a nuestros hermanos para no pensar sólo en nosotros mismos sino también en sus necesidades, servirles y ayudarles. Muchas veces, en medio de esta sociedad, nos sentimos llamados a olvidarnos de Dios, a marginarle, a no valorarle, a construir nuestra vida sin Él, a adorar a falsos dioses como el dinero, el poder, el pasarlo bien a costa de lo que sea, el enriquecimiento sin límites ni moral.
Junto a esta llamada a una vida sin Dios, nos encontramos también con el Señor que llama a las puertas de nuestro corazón y nos anuncia que el Reino de Dios está cerca, que hemos de creer en el Evangelio y que debemos convertirnos: cambiar nuestra vida, cambiar nuestras convicciones mundanas, ajustar nuestra existencia a las exigencias del Reino de Dios. Cristo nos pide decisión: decidirnos por lo que el mundo nos ofrece o por lo que nuestra fe nos exige; vivir de acuerdo con lo que el mundo propone y olvidarnos de Dios o vivir según lo que Jesús nos ofrece y dar a Dios el puesto que le corresponde realmente.
Pero nunca podemos olvidarnos de los hermanos, los que viven a nuestro lado con sus problemas y sus necesidades. Cuando nos damos cuenta de la existencia (muchas veces muy dolorosa) de los demás, en una sociedad egoísta y sin Dios, se nos llama a que los utilicemos para trepar, a que ignoremos sus necesidades y vivamos la vida como si no existiesen. Pero para un cristiano esto es inasumible, inaceptable: los hermanos, sobre todo los que más nos necesitan, son los más importantes, los primeros; por eso se nos invita a creer en el Evangelio, un evangelio que quiere ser Buena Noticia, especialmente para los pobres, los necesitados, los despreciados, los olvidados.
Cristo sufrió estas tentaciones en el desierto pero en ningún momento olvidó que lo primero era el Reino de Dios, el Evangelio y la misión que el Padre le había encomendado. Sintamos este primer Domingo de Cuaresma el ejemplo de Cristo que triunfó, que no se dejó llevar de las alternativas y tentaciones del maligno, y decidámonos a imitarle, optando por vivir nuestra fe radicalmente y convirtiendo nuestra vida de acuerdo con lo que Dios espera.