Artículo de opinión de Carlos Lafuente.
Veía necesario que las provincias vecinas fueran solidarias con el grave problema poblacional que padecía casi de forma endémica la nuestra. Por eso, se sentía satisfecha cada vez que lograba “persuadir” con artimañas legales a cualquier industria o empresa que tratara de instalarse por nuestros lares. La contaminación y el medio ambiente casi siempre era una buena argucia para echarlos.
No entendía porque se enfadan los trabajadores e inversores de hostelería y turismo que no se dejara indicar mediante carteles información sobre los mismos y se reía cada vez que le mostraban como en otras provincias y carreteas era algo normal. Aquí nunca sería así.
Sacaba pecho cada vez que iba a una reunión y devolvía fondos de Europa u otras cajas que no había invertido. Así podían hacerlo en otras tierras. Que se fastidien.
Le gustaba observar como los próceres y dirigentes discutían y discutían sin llegar a ninguna conclusión sobre inversiones, necesidades o políticas comunes. Tampoco era tan caro mantener las tripas de éstos llenas para que estuvieran contentos.
Lo único que no podía tocar para no alterar a estos hijos de la ciudad Soria eran sus fiestas de verano, sus calderetas y sus bailes. Ahí nada se podía hacer más que aguantar. Claro que mientras estaban al baile no se metían en líos.
De esta manera pasaba sus días hasta que llegó su diagnóstico. Tenía que dejar de ser la cabeza máxima de la política soriana porque padecía dixlesia. Hacía todo al revés.
Los pobres sorianos se llevaron las manos a la cabeza pensando en cómo nunca antes se habían dado cuenta. Se prometieron que nunca les volvería a pasar. ¿O sí?