La carta del director de Soria Noticias, Sergio García.
Era un domingo de verano (concretamente un 13 de julio de 1997 según acabo de comprobar) cuando me disponía a ir con mis padres a pescar. Paramos a recoger a mis abuelos maternos pues aquel era nuestro hobby familiar favorito. Recuerdo cómo la radio se interrumpió para dar una noticia de última hora, una información que todos nos temíamos. Acababan de encontrar a un hombre en Guipúzcoa con dos disparos en la cabeza, milagrosamente aún seguía con vida aunque por poco tiempo. La imagen que se vino a mi mente infantil de niño de 8 años todavía la recuerdo. Aquel hombre era Miguel Ángel Blanco, el primer atentado de ETA del que tengo constancia.
El siguiente recuerdo con nombre propio que tengo data del año 2000. Como cada día a las 4 de la tarde me disponía a escuchar La Ventana cuando Gemma Nierga nos relataba entre lágrimas el último asesinato de ETA. Solo los amantes de la radio saben el grado de familiaridad que trasmite ese medio, la cercanía y empatía que adquieres con quien escuchas a diario al otro lado del transistor. No quise evitar llorar. Aquella víctima había sido ministro del Gobierno de España pero para mí simplemente era un miembro más de mi familia de la radio. Aquel hombre era Ernest Lluch.
Después llegaría Isaías Carrasco, los coches lapa, la T-4, el tour macabro por las cosas españolas, los empresarios y periodistas, Joseba Pagazaurtundua… y así una larga lista de más de 800 personas a las que ETA asesinó a lo largo de medio siglo, miles a los que destrozó la vida para siempre y millones a los que trató de chantajear y coaccionar. Guardias civiles, políticos, empresarios, periodistas, escoltas, jueces, población civil… en una maquiavélica democratización del terror. Tras cada asesinato yo siempre me hacía la misma pregunta; ¿para qué?
Afortunadamente nunca ningún atentado de ETA me tocó de cerca, pero recuerdo perfectamente aquella impotencia, aquel miedo, aquel asco, aquella rabia paralizante. Por eso, ahora que ETA dice que se disuelve, es el momento de recordar y de no olvidar nunca quién apretaba el gatillo y quién ponía la nuca.