Clamores

Subo una estrecha escalera con escalones irregulares hechos de la madera que no servía para embellecer el retablo de la iglesia, y se aprovechaba para hacer unos rústicos escalones desde la salida del coro hasta llegar al remozado campanario.

Dos grandes campanas se asoman en dos grandes ventanales de la espadaña que da al oeste. Por su estado, pocas veces las he visto voltear de alegría y fiesta, cuando dos o tres mozos valientes se atrevían a moverle la melena y, acompasados, meterle las manos en el momento justo para que bailara y cantara de alegría por el valle. Al sur, enclavados en una pared de ladrillo ajedrezado están dos campanillos más humildes y de sonido más juvenil, a los que hasta los niños nos atrevíamos a voltear para tocar a misa. Hoy no, desde arriba oigo un murmullo de gente en el atrio de la iglesia, la cruz parroquial acompaña el ataúd, al cura, la familia y al resto del pueblo de camino al cementerio, doy el primer golpe, ‘taaann’..., un silencio… , y un segundo golpe, ‘tiiinnn’, en la otra campana más aguda, que queda suspendido en el aire.

Suena triste, muy triste, hasta llegar al cementerio. Los clamores acompañan a los nuestros en su último viaje, emocionan, pocas cosas emocionan tanto como las campanas de tu pueblo despidiendo a los tuyos.

Ninguna campana del mundo suena como las de tu infancia, las del resto del mundo están desafinadas. Últimamente suenan los clamores muy a menudo, poco a poco el cementerio se va llenando y las calles de nuestros pueblos se van quedando más vacías…

Somos la última generación que lleva dentro el sonido de sus campanas.