Leopoldo Bernabeu, periodista valenciano, nos cuenta su experiencia en Aldealcardo, un pueblo abandonado desde hace más de 50 años situado entre Villar del Río y San Pedro Manrique.
Recién iniciadas unas cortas vacaciones, que en esta ocasión y por tratarse de unas fechas tan propicias, decidimos que fueran recorriendo emblemáticos lugares del Norte, pasamos nuestra primera noche en la vaciada España que te lleva hasta Soria. Alberto Jaria, mi amigo de la infancia en Benidorm, que un día de 1980 desapareció y al que volví a encontrar 32 años después, nos esperaba de nuevo con las puertas de su casa rural, levantada por él piedra a piedra, para permitirnos que nuestro espíritu de ciudad desconectara de inmediato de la rutina que empequeñece el mundo del ser humano. La leña al fuego, el frío de la noche soriana y el cielo estrellado, todo un mundo de sensaciones olvidadas que se recobran de inmediato en cuanto pisamos La Cuesta, una pedanía de no más de 10 casas, a mitad de camino entre Villar del Río y San Pedro Manrique, el famoso pueblo que cada noche de San Juan nos recuerda que allí pisan descalzos las hogueras, nos devuelve a esa vida maravillosa y sencilla que tanto nos complicamos.
Al despertar del día siguiente, tocaba visita obligada al abandonado pueblo de Aldealcardo, uno de tantos que rellenan hoy los recuperados capítulos de la olvidada España. Sus ruinas silenciosas impresionan tanto como el recorrer sus lúgubres calles, que como todo pueblo que se precie de la España medieval, tiene en su Iglesia y en su cementerio, sendos lugares que te atraen como si de un imán se tratara, mucho más al conocer su legendaria historia. Hubo allí, entre los siglos XVII y XVIII mucho ganado, 41 vecinos en el catastro dedicados a la trashumancia y una familia, De las Heras, que generó abundante documentación propiciando obras importantes en la Iglesia de San Clemente. Ahora se cumplen 50 años desde que se despobló, aunque sus muertos allí quedaron enterrados…¿para siempre?.
No era la primera vez que íbamos ni será la última, pero lo sucedido en esta ocasión merece capítulo aparte. Recorremos andando los casi 3 kilómetros que separan ambas aldeas por un camino repleto de pisadas de ciervos, restos de jabalí, zorros y quien sabe que animales más. Arribamos por la parte alta, encontrándonos de golpe con su iglesia y su cementerio. Siempre recuerdo la primera vez que fui allí y lo que me impresionó ver la chapa de 1924 que adorna la cruz del único nombre que entre las desparecidas lápidas todavía se distingue, un tal Longinos de 68 años al que, según reza el lema escrito, siempre recordarán su hermano y sobrinos.
Visitamos de nuevo la impresionante iglesia de San Clemente, de finales del siglo XVI, espaciosa, con arcos y columnas, hoy en ruinas, rellena de grafitis y todavía con su peligrosa escalera en pie que sube al campanario. En seguida cruzamos al cementerio y de frente nos encontramos con una macabra e inesperada sorpresa, un ritual en toda regla. Una corona de flores blancas frescas, como máximo de la noche anterior, sobre el lecho de una antigua tumba totalmente removida y escarbada, en la que habían vuelto a echar la tierra pero esta vez enterrando también cebollas rojas y velas rotas por la mitad, además de maíz esparcido y numerosas cáscaras de huevo. Perplejos e incrédulos nos quedamos sin entender bien lo que estábamos viviendo. Al volver la cabeza e ir a ver la placa del recordado Longinos que siempre atrajo mi curiosidad, vi entre las ramas que me impedían acercarme tanto como quisiera, una bolsa blanca llena y atada. Al acercarme y cogerla comprobé la seriedad de todo aquello, en su interior había una gallina con la cabeza cortada y numerosas cebollas. A pesar de que el misterio ha sido siempre una de mis pasiones, ni siquiera desaté la bolsa y la volví a dejar en el mismo lugar. Me dio una muy mala sensación.
Al investigar un poco y unir cabos, deduje que todo aquello era una especie magia negra, una ofrenda o maleficio, un trabajito en esencia que busca un interés personal contactando con fuerzas espirituales, girando todo ello en torno a la creencia en poderes sobrenaturales. Lo que algunos llaman Macumba, un ritual que suele celebrarse en espacios exteriores en los que se utilizan velas, flores, comida, sangre y restos de animales sacrificados. Una corona de flores en perfecto estado sobre un lecho de tierra removida en un cementerio abandonado hace más de 50 años y donde el último enterrado data de hace casi 100, era un contraste demasiado brusco. El resto de todo lo que encontramos ya lo he contado. Por cierto, la iglesia estaba llena de huesos que mi amigo Alberto se empeñó en decir que eran humanos. ¿Deberíamos decírselo a alguien más?
Mañana siguiente ruta por la España vaciada… y encantadora.