El fuego devastó casi 2.500 hectáreas en el mayor siniestro forestal que recuerda la provincia.
Solo en la cifra puede decirse que el año 2000 fue redondo, pero no en lo que es el capítulo de sucesos en la provincia de Soria. La tragedia llamaba a la puerta el 6 de julio con un más que estremecedor accidente en la N-122, cerca de Golmayo en el que perdían la vida 28 personas, en su mayoría adolescentes, que viajaban en autobús, procedentes de Barcelona, para pasar sus vacaciones en Aranda de Duero.
Conmoción también en Ágreda, diez días después, cuando la banda criminal ETA intentaba una masacre con una bomba en el cuartel de la Guardia Civil de Ágreda. Un brutal explosivo destrozó una buena parte del acuartelamiento y dejó herida a una vecina de la localidad, esposa de un agente del benemérito cuerpo. Los daños materiales, más que cuantiosos, se hundieron en la memoria con la resignación y rabia contenida que los asesinos acostumbraban dejar en su rastro.
El verano siguió, pero solo en lo que es el calor y la sequía. El 25 de agosto, muchos vecinos del centro de la provincia se mostraban por la tarde extrañados por una fina lluvia de partículas, ligeras, blanquecinas, en un cielo que se tornaba en un gris desacostumbrado a la vista. Eran restos de pavesas, cenizas arrastradas por el viento que soplaba sur, y que llegaban a puntos como la capital soriana. Procedían de la demarcación de Izana.
Allí se había declarado, en torno a las dos de la tarde, un incendo que ya devoraba en escasos instantes centenares de hectáreas de pino sin que los medios materiales humanos pudieran atajarlo. Cadenas de vecinos con calderos de agua solo daban abasto para paliar el afán de detener el fuego. Y sofocar la desesperación, que era mucha. Escenas de impotencia en Matamala de Almazán, Tardelcuende y la pedanía adnamantina de Fuentelcarro.
Las llamas seguían voraces mientras los servicios antiincendios, desbordados, daban todo de sí para evitar que las llamas siguiesen engulliendo el bosque. Y es que el fuego, con los vientos cambiantes, giraba a su antojo, sorprendiendo a los propios voluntarios y profesionales con llamaradas que incluso llegaron lamer camiones cisterna. Una siembra de pánico entre vecinos y llegados para echar una mano. Las piñas de las coníferas estallaban en el aire y eran empujadas incandescentes a decenas de metros, conquistando terrenos lejanos, apropiándose de ellos, lo que acrecentaba la desesperación colectiva.
En el ayuntamiento de Tardelcuende se fijó el punto de operaciones para estudiar sobre el mapa, el plan de ataque. Un edificio en cuyas escaleras se prodigaban los lamentos de los vecinos, que veían, angustiados, al fuego acercarse hasta el mismo pueblo. Poco que hacer con tal virulencia.
Por la noche, el resplandor incluso en la lejanía llegaba a sobrecoger. Llegaban más medios, incluso maquinaria pesada que salía de León en cuanto fue requerida. Varios buldocers desembarcaban en camión y se adentraban entre pinos en llamas, desapareciendo con sus conductores, para realizar cortafuegos e impedir el avance del enemigo. También hicieron aparición medios aéreos como hidroaviones y helicópteros para contener el siniestro.
Noche larga, agotadora y llena de incertidumbres. Carreteras comarcales cortadas y también el ferrocarril, que esta vez no pudo funcionar por causa justificada. El frente llegó a formar una línea cercana a los siete kilómetros, un avance imparable y devorador de pinos, robles y encinas.
El fuego fue cesando, junto con su aliado el viento, durante la jornada siguiente, aunque los rescoldos y algunos focos se mantuvieron activos durante días. Cerca de 2.500 hectáreas de masa forestal desaparecieron en horas, y aunque no hubo que lamentar desgracias personales, sí que el incendio robó una porción de vida de todos los habitantes de la demarcación del Izana.
Las labores de reforestación se extendieron durante cinco años, y aunque ahora el área afectada sigue recuperándose, aún faltará algún tiempo para que luzca con su pleno esplendor con el que regalaba la vista a quienes visitaban esta zona.