El bretunense creó la Fundación Vicente Marín para gestionar un patrimonio heredado de valor incalculable. Ahora todo se encuentra en Bretún, un municipio soriano y despoblado.
Las casas son un alter ego del que hacemos refugio. Nuestras tripas hechas espacio. Un lugar patrio en el que reservamos el derecho de admisión para llenar de fantasmas o vaciar de los que nos quieren mal. Un sitio que nos ve en las últimas, que hace acopio de nuestra inquina y que acalla a las paredes para poder seguir dándonos calor cuando truena.
Y aún así, no hay muchos hogares que digan tantísimo de uno mismo como el de Vicente Marín (Bretún). Su casa, en Tierras Altas, es como una extensión de él mismo, y habla sola: jarrones de la dinastía Ming, tallas de Juan de Juni, fotos de Ava Gardner, cuadros de Sorolla y Murillo, banderas de España, porcelanas de la Compañía de Indias y sobre todo retratos de él y “su conde”. Cuenta Vicente Marín, café en mano, que tiene 15 estents pero que se ha bebido la vida; que “le da mucha pena que se este hablando así del rey (emérito)”, porque "ha hecho mucho por España", que una vez en Londres lo echaron de una sauna porque “llamaba mucho la atención”; que por la vida hay que ir “sin filtro” y que quiere que en su funeral “suene Georgie Dann”.
El padre de Vicente falleció en 1947, a los 50 años, dejando a su madre Agustina, viuda y con nueve hijos. Vicente es el octavo: “mi hermano mayor no me conoció hasta que volvió de la mili”, cuenta el bretunense a este diario. Aunque Marín guarda muy buenos recuerdos de su infancia, como que jugaba a los médicos en el colegio con otros niños y niñas, que las lagartijas dejaban los humedales de capas viejas en el suelo cuando mudaban y que el cartero repartía el correo cada dos o tres días.
Foto de la familia de Vicente Marín.
También hace hincapié en que las cosas por el pueblo ya no son lo que eran: “Bretún era totalmente distinto. El ser humano no avanza, cada vez nos destruimos más. Antes había una convivencia colosal: todos nos ayudábamos los unos a los otros. Ahora eso ya no pasa, hay 3 o 4 en el pueblo que no me hablan, aunque yo creo que no les he dado motivos”. Parece poco, pero esto casi supone una cuarta parte del pueblo: en Bretún hay 17 personas censadas, según el INE, y solo unas 10 siguen viviendo en el municipio.
No es broma: Vicente iba para cura, pero topó con la iglesia. Sus idas y venidas en los seminarios (así, en plural), empezaron como empiezan todas las buenas comedias de enredos que merecen ser contadas, con la llegada de un nuevo párroco al pueblo. “Don Matías fue decisivo para que yo me arrancase a estudiar el catecismo, retahílas de latinajos y las jerarquías entre los ángeles”, sostiene Vicente.
La primera parada fue Los Salesianos, en Pamplona, donde descubrió el cine, “aunque los curas cortaban la cinta de la película o apagaban la luz ante cualquier escena que comportase tentación pecaminosa”, tal y como reconoce en sus memorias 'Las buenas y malas noches de Vicente Marín'. También comenta que el Rector del seminario, el padre Giuseppe insistía a los seminaristas, “chicos entre los 14 y los 16 años, con la libido a tope”, en que había que evitar el contacto físico y los juegos de agarre con lo compañeros.
Salón donde se reúne la Fundación.
Recuerda Vicente una ocasión en la que padre Giuseppe le regaló un cilicio, una malla con alambres y puntas, tras hablarle de un sueño. Después de un primer intento, Vicente encadenó varios trabajos: se fue a hacer la vendimia, y también fue camarero y pinche de cocina; pero su vocación, como buena sombra, seguía susurrándole todas las noches. Así que volvió a intentarlo en otro seminario: el de Los Misioneros Del Verbo Divino. Allí aprendió enfermería, cocina y promovió un tablao flamenco. Finalmente, tampoco hubo un final feliz en este centro: “Yo creo que dijeron: ‘este tiene complicado lo de cumplir con el voto de pobreza y el de castidad’”, subraya. Aún así la describe como la época “más feliz de su vida”.
Marín tampoco acababa de encajar con las armas, “les tenía un poco de manía”. De hecho, cuando cogió sus bártulos y partió hacia Calatayud dispuesto a hacer la mili le cambiaron el mosquetón por un botiquín.
Amalgamó varios trabajos entre la construcción y la hostelería, y el bretunense llegó al Castillo de Higares, en Mocejón (Toledo) como mayordomo, a través de un anuncio que encontró en el diario ABC. “En la década de los 60 Hollywood estaba en Madrid”, cuenta mientras enseña una talla de Juan de Juni. Y tanto: allí conoció a John Wayne, mientras Samuel Bronstron rodaba una película, a Audrey Hepburn y a Lucía Bosé. También le sirvió unas cacerolitas de angulas- con pelo incluido- a Francisco Franco, que había visitado el Castillo para asistir a una cacería; y se acostó con Ava Gardner en un aseo. “Ella era así", puntualiza, "Vivía el momento y hacía lo que le daba la gana”, y se encoge de hombros.
Vicente Marín contemplando la foto de Ava Gardner en sus memorias. María Ferrer
Dice Marín, ante el primer retrato oficial del Príncipe de Asturias de la dinastía Borbón, que ‘Arde Madrid’, la serie sobre el Madrid de los 60 “es un rollo muy mal hecho” que él vivió ese Madrid y que esto “no tiene nada que ver”. La noche de Reyes de 1962 Vicente sufrió un flechazo en el Pub Baglione de la capital, con Miguel López Díaz de Tuesta, conde de Atarés y marqués de Perijáa y además, hijo del primer tesorero de Telefónica. Y ya, desde entonces.
Varios cuadros de Murillo y Sorolla en la Fundación
Poco despues se marchó a Reino Unido, donde vivió con Fernando Arbex, antes de que creara Los Brincos, “una versión española de los Beatles”. Entre otras muchas aventuras, Vicnte se fue de un club montado en un Rolls Royce y se enamoró del teatro a través de musicales míticos como ‘Jesucristo Superstar’ y ‘West Side Story’. “Yo a Londres me fui en los años 60-70 para vivirlo como había que vivirlo”, comenta con una vajilla de la Compañía de Indias a sus espaldas, “Además era un ‘guayaba’ y triunfaba mucho”.
Pero como decía Saramago: “La victoria jamás es definitiva”, y el conde no salía de su cabeza. Tal es así, que una noche, tras una pesadilla, hizo una llamada a España que provocó su retorno: la madre del conde fallecía en 1970.
Meses después, José Miguel abriría el Hotel Galiano, una propiedad que regentó Vicente desde sus inicios. Marín nunca se cansaba de restregarle, con ese retintín en la voz que solo dan el amor y los años: “No te preocupes de nada del hotel, que siempre lo estropeas”. Allí entabló amistad con la actriz Margarita Lozano, “bajaba a la piscina” con la modelo Patricia Down y le afeó “la irresponsabilidad” a un personaje del Régimen luso de Salazar por dejarse unos lingotes de oro en el armario. “Un hotel da para mucho. Para muchísimo. Pasaban todo tipo de cosas que no te puedes ni imaginar”, subraya.
Habitación del conde en Bretún
Por las tardes, en su tiempo libre, Vicente solía acudir al Café Gijón con sus amigos, “la pandi”. Ya no está ninguno. Aunque le cuesta hacer inventario, mirando hacia atrás, recuerda con especial cariño a Luis Escobar, actor que interpretaba al marqués de Leguineche en 'La escopeta nacional', aunque Vicente puntualiza en su biografía que "Luis no actuaba, era así".
En 1975 Vicente regresa a Bretún, "cuando solo quedaban cinco casas abiertas". Su primo Florencio le comentó que vendía una casa por 25.000 pesetas de las antiguas y "en dos minutos se dio el trato por cerrado". Marín y el conde no convertirán el agua en vino, pero sí los gallineros en cocinas con vitrocerámicas de inducción.
Poco después de su regreso a Bretún, la iglesia acogió la representación teatral de 'Jesucrito superstar', impulsada por la asociación. "Aunque, al principio alguno curas se mostraron reticentes, Toño, uno de los párrocos, habló con el obispo de la diócesis Osma-Soria, consiguiendo su beneplácito", cuenta Vicente en sus memorias.
Fotos de la boda de los reyes eméritos, en casa de Vicente Marín
Tras ella, vino 'El hombre de la Mancha'. La obra se representó en Bretún, Yanguas y San Pedro Manrique. Para Marín, el teatro ha hecho que mucha gente de Madrid se anime a conocer Tierras Altas. De hecho, La Gran Duquesa Rusa, Pitita Ruidruejo o César Manrique son algunas de las amistades de Marín que se enamoraron en su día del pueblo, subiendo sus pétreas cuestas.
El conde muere a los 92 años, dejando a Marín un patrimonio de valor incalculable. Aunque lo que se puede ver en el pueblo, también es fruto de algunas adquisiciones que ha hecho Vicente en casas de antigüedades y subastas a posteriori. Gracias a ello, desde que retomó relaciones con el pueblo, y a través de la Fundación Vicente Marín y José Miguel López Díaz de Tuesta, el bretunense ha reconstruido 16 edificios del municipio reconvertidos, prácticamente, en museo. Además de reformar la Iglesia de San Pedro Apostol y dos ermitas. De hecho, de cara a iniciar las obras en la la casa del Señor, Vicente no pidió permiso ni al cura, porque se le “iba el tiempo y así no haces nada. Además, esto me da licencia para decirles lo que me da la gana”, añade entre risas.
Otro de los salones de la Fundación
El objetivo de la organización es conservar y difundir el patrimonio cultural y artístico, además de promocionar el pueblo. A Vicente, le pasa como a Unamuno, “le duele España”. Sobre todo con el tema de las instituciones públicas: “Es muy complicado mantener este patrimonio con las administraciones que tenemos. Son muy incompetentes”, cuenta a este diario. Vicente comenta que a él le gustaría que todo se quedase en Bretún, pero lo ve complicado: “Cuando yo muera, será la Administración quien tenga que hacerse cargo, y me da mucha pena. No te creas que encuentras un museo tan completo en muchos sitios".