Artículo de Enrique Rubio, desde Berlanga
Tanto antes como después de que el sevillano Antonio Machado dijera aquello de “caminante no hay camino se hace camino al andar...”, en esta Soria nuestra se han dado, y se seguirán dando, muchos pasos. Muchos de ida, algunos de vuelta.
Pasos de todo tipo, pasos de dinosaurio como los que han regado de icnitas parte de las Tierras Altas; allí donde, por cierto, también se siguen dando pasos relevantes, como los que caminando sobre la hoguera de San Pedro Manrique son tan significativos y cargados de ancestros y ritos. Pasos como los de los numantinos en sus saltos al cerco romano, decididos y valientes, o como los que dio el Cid en su destierro lloroso de abandonar su tierra. Pasos al galope, como el general Durán persiguiendo franceses desde Berlanga a Fuentepinilla.Pasos que fueron zancadas como los de Abel, Fermín y Barbarín para hacernos soñar. Pasos que nos hicieron celebrar.
Pero no son esos los que mueven estas letras. Al igual que los anteriores, hay otros pasos que, pese a no tener esa relevancia histórica, guardan una magia intrínseca, nos hacen ilusionarnos en algunos lugares al sur, y que suponen -también- parte de una comunión que con tierra y naturaleza acontece cada año regando de alegría y fiesta.
Es la tradición de pisar la uva. Son pasos sin necesidad lineal de llegar a una meta, pues el objetivo no es ni marchar ni volver. El propósito es hacer perdurar una esencia, manteniendo viva una tierra, dándonos motivos para celebrar, para reír, juntarnos y brindar.
Año tras año, los lagares se llenan de vida y de motivos para ilusionar, compartir esfuerzo y alegría. Y no es cuestión baladí, pues desde los primeros pueblos donde se avistan viñas, como Aguilera o Morales (ahora que desgraciadamente Berlanga casi las ha perdido por completo) hasta Langa, acompañan al Duero, por supuesto sin olvidarnos de zonas como la de Alcubilla de Avellaneda. O aquellas del Nágima, Serón, Monteagudo, Torlengua..., ahora casi sin cepas. Este cultivo, que al margen de los intereses de las grandes bodegas, es motivador de trabajo, unión, festejo y, en muchos casos, recompensa. Sinceramente, veo emocionante cómo la vendimia se convierte en una fiesta, en el marcado calendario de los trabajos agrícolas. Cada uno de los pequeños lagares de la provincia que entran en producción, se convierte en templo del rito pagano de la producción del vino. Generaciones de familias mantienen y se esmeran.
Pasos que llevan a unir los caminos de personas cargadas de proyectos, como Narciso y su familia que inician su andadura, con los largos recorridos de Juan Carlos, Antonio y Fernando, quienes conservan con orgullo plantíos, lagar y bodega desde generaciones. Viñas que renacen de amor a su pueblo en la recién adquirida por Ana Belén y sus hermanos, con la que mantienen la herencia de su abuelo. Pasos que llevan uvas a los lagares como el de Juanjo, donde desde hace años, la viga aplasta el castillo sacando el mosto a las uvas, o al de José María con su merendero. Merendero como el que espero que, sin cejar en su empeño, y más pronto que tarde, pueda construir Paco en su pueblo, para aprender a dejar un poco más de lado Madrid y volver a sus raíces. En todos y cada uno de ellos habrá pronto vino, para compartir momentos y amistades.
Historias que se repiten y se repetirán a lo largo de las tierras de nuestra ribera. Historias que nos alumbran en los días de invierno, primavera, verano y otoño en buena armonía, acompañados de chuletillas al sarmiento. Historias sencillas, de las que forjan carácter y merecen las penas. Momentos para juntarnos, más fiestas de vendimias y vinos caseros. Más momentos de sentirnos orgullosos de los que somos y hemos sido.
Y volviendo sobre mis pasos, me pongo a pensar qué se habría escrito de nuestras tierras, si no hubiera sido su hermano sino Manuel Machado quien, con su jovialidad lírica, hubiese recalado en Soria y cantado a los vinos de la ribera, en vez de al de Sanlúcar versos como este: