Fernando Sáenz Ridruejo. Correspondiente en Soria, Real Academia de la Historia
La fotografía se ha convertido, desde hace ya más de siglo y medio, en una poderosa herramienta historiográfica. Pero no es más que una herramienta. No es cierto que una imagen valga más que mil palabras. Una fotografía sin unas cuantas palabras que la expliquen, no es más que un objeto arqueológico. Juan Ramón Jiménez pedía conocer el nombre exacto de las cosas; con mayor razón queremos nosotros saber el nombre de las personas. No hay nada más desasosegante que un retrato de personajes, tal vez cercanos, que no somos capaces de identificar.
Javier Narbaiza, apoyándose en una hermosa fotografía, ha escrito un bello libro. Ha recreado un ambiente rural de hace más de noventa años. Ha dado vida a un puñado de niños, les ha hecho andar y les ha acompañado a lo largo de sus existencias, anodinas en unos casos, trágica en algún otro, y dignas de ser conocidas en todos ellos.
Pero el libro excede con mucho a la anécdota de la foto que le sirve de pretexto. Es una historia de amor a una tierra, a una época, a unas gentes. Es el relato de cómo el autor, de forma casi casual, volvió a entroncar con el pueblo que había sido de su familia. Deja constancia de los esfuerzos de tantos que habiendo desertado de su tierra, tratan de volver en los veranos para evocar un tiempo sin retorno.
Las peripecias de unos y otros se entrelazan con las del propio autor. En los últimos años han sido muchos los sorianos que, con mayor o menor éxito, han escrito sobre sus pueblos; para recordar las costumbres, las tareas agrarias, las canciones o las romerías. Pero en tales relatos el autor no aparece involucrado. Tampoco se involucran los numerosos viajeros que pasan por nuestra tierra describiendo el paisaje y el paisanaje. Javier Narbaiza es rocero, amigo del trato, goza con la gente. Describe a unos y otros llanamente, sin beatería ni prejuicios. Y acaba convirtiéndose, él mismo, en la figura central del gran retablo que monta en este libro.
El carácter soriano, forjado por el clima y la economía, ha quedado descrito, desde hace ya mucho tiempo, en la literatura y en el sentir de propios y extraños. Es mesurado, como el Cantar del Cid definía a los de San Esteban, y es sufrido, al decir del “Viejo profesor”. El soriano, instruido, discreto y ahorrativo, es escéptico respecto a las posibilidades que su tierra le brinda, tiende a la emigración y propende más a la seguridad del funcionario – profesor o administrativo – que al riego empresarial. En el largo elenco de figurantes que desfilan por esta obra de Narbaiza, como por sus Conversaciones con la Soria ausente, hay muchos personajes con este perfil. Solo de tarde en tarde surge en Soria un desaforado Jesús Gil, como excepción que confirma la regla. Y también en este libro aparece algún individuo con esa vitola, como Saturnino el aviador.
El Retrato se completa con las semblanzas de algunos personajes que no son de Pinilla, sino de su entorno, y remata con el recuerdo cordial de los amigos que se reunían en el restaurante adnamantino de Antonio Pedroviejo, un hombre entrañable, al que todos los sorianos hemos conocido, fallecido a los 102 años de su edad.
Para el sociólogo y el estudioso de las genealogías, resulta de interés comprobar la continuidad con que, desde tiempo inmemorial y hasta la década de los sesenta del pasado siglo, la estructura social de Pinilla se han mantenido intacta. Las familias han entrelazado sus apellidos, conservando casi siempre las mismas viviendas. Sin necesidad de consultar los libros parroquiales del siglo XVI – aunque sería interesante hacerlo –, constatamos que los protagonistas de esta obra, sean los niños de la foto de 1929 o sus descendientes, llevan los mismos apellidos que encontramos en los censos y padrones del XIX. Son los Dolado, Bartolomé, Negredo, Tundidor, Rello o Momblona, apellidos muy específicos, aunque no exclusivos de Pinilla, asentados en sus casas de las calles Real, Cantarranas, Olmos o Larga.
Respecto al apellido Negredo – permítase la digresión – hemos de señalar que el topónimo del que procede, lugar poblado de negros o negrillos, equivale a Olmeda, pues como negros o negrillos se conocía a los olmos al menos desde el siglo XVIII. Así pues, en Pinilla, el olmo está presente por partida triple: en su nombre, en su calle y en uno de sus apellidos más característicos.
Abogado, antes o al mismo tiempo, que periodista y escritor, el autor no escribe para ganar dinero y tampoco parece que persiga la gloria literaria. Quienes desde hace ya algunos años lo conocen, a través de sus libros o desde la media distancia que dan algunos encuentros más o menos frecuentes, tienen que preguntase quién es, en el fondo, Javier Domínguez Narbaiza. La respuesta, afortunadamente, es difícil para los que no se conformen con la descripción que figura en la solapa de cualquiera de sus obras.
Aparece en el libro una cuestión que sería menor si no fuese el reflejo de la absurda y despiadada burocracia que oprime a todos los españoles, pero es aún más sangrante en la España vaciada, necesitada de más estímulos y menos impedimentos. Es la historia de la obtención de un permiso para llevar la luz desde su casa a un merendero situado a pocos metros de distancia. En un ámbito cuajado de ruinas, con restos de instalaciones aéreas abandonadas, la escrupulosa administración castellana – regida por probos funcionarios, ciegos cumplidores de reglamentos pensados para otros casos – exigió que la conducción fuese subterránea..., y el papeleo para obtener el permiso duró dos años. Un plazo en que el peticionario podría haber muerto o, por lo menos, haberse mudado a otras tierras en que le pusieran menos pegas, desistiendo del propósito de instalarse en la suya.
El autor es optimista, o necesita serlo, pero su libro, como otros de esta naturaleza, deja al lector un poso de desesperanza. Es la certeza del imparable abandono y, a largo plazo, de la ruina total de la gran mayoría de nuestros pueblos. Cuando desaparezca la generación que los abandonó y ahora regresa por nostalgia en verano, sus hijos, nacidos en otros ámbitos, no tendrán ningún motivo para volver. Tal vez en algunas aldeas se instalen urbanitas deseosos de nuevas experiencias vitales; tal vez a otras traigan emigrados de diferentes etnias, huidos de distintas guerras; pero habrá un ruptura total con la cultura, la tradición, el lenguaje, las formas de vida e incluso la toponimia forjada a lo largo de los siglos. En cualquier caso, libros como el de Narbaiza contribuyen a posponer ese proceso de abandono. Y si tal cosa finalmente ocurre, ayudarán a que las generaciones futuras conozcan lo que fueron pueblos como Pinilla del Olmo, su paisaje urbano y sus gentes.