Benito Ruiz, lector de Soria Noticias, nos envía este relato en el que revive la feria a través de los recuerdos de su niñez y si vínculo con el Figón. "La feria de ganado de la Purísima desapareció hace años, pero todavía sigue presente en la memoria de mucha gente", nos cuenta.
Era un siete de diciembre de principios de los años sesenta, y allí estábamos los amigos tirando piedras a una charca helada que había en un descampado al final de las Yuberías para ver quien era capaz de romper el hielo. Tiritando de frío, inquietos e ilusionados esperando a que llegara Isaías, un importante ganadero de Salas de los Infantes, que venía cada año a la feria de Berlanga. Por la mañana, mi abuelo me había dicho:
-“Que sí, pesado, que llegan esta tarde. Vendrá con unas veinticinco vacas y chotos y tres pastores”.
Me faltó tiempo para decírselo a mis amigos; eso significaba pasar un día a lo grande y una buena propina.
Los feriantes se hospedaban en casa de los abuelos. Al lado de la vivienda, separados únicamente por la casa de la tía Melania, estaba el corral y unas cuadras grandes, de techo bajo, más anchas que largas, donde se guardaba el ganado.
El trabajo que teníamos que hacer era de chicos mayores, como la cuadrilla del “Zorritas”, pero a nosotros Isaías ya nos conocía del año pasado y sabía lo bien que nos desenvolvíamos con las vacas. Todos llevábamos una larga vara de fresno que sobrepasaba la altura de cualquiera de nosotros. Nuestro quehacer consistía en ayudar a los pastores con las vacas. Lo primero era darles de beber agua en un pequeño y rudimentario abrevadero del corral, los pobres animales, tras un largo viaje a pie, venían cansados y sedientos. Después meterlas en la cuadra, echarles la paja y un poco de cebada en el pesebre, y hacer todo lo que nos mandaran. Ganado que al día siguiente se pondría a la venta en la Feria de Berlanga que desde muy antiguo se celebraba cada ocho de diciembre.
Cuando ya estaba anocheciendo, el ruido de los cencerros y mugidos de las vacas nos puso en alerta y nerviosos, sobre todo al ver a la perra Lola que con sus ladridos encabezaba la manada. Todos saltábamos de alegría.
Cuando vimos a Isaías fuimos a saludarle, él también se alegró de vernos, se acordaba muy bien de nosotros, recuerdo que me dio un cariñoso coscorrón y nos dijo que estábamos hechos unos hombres y que tendrían que llevar cuidado las vacas de nosotros.
Al día siguiente, cuando aún no había amanecido, con el frío metido en el cuerpo, alguno de nosotros a cuerpo gentil con una chaquetilla y una vieja bufanda, estábamos deseando empezar a trajinar con las vacas. Seguro que iba a ser un día inolvidable y no queríamos retrasarnos. Nos sentíamos los protagonistas principales de la feria.
Ya llevábamos un rato esperando cuando Isaías salió de casa acompañado de sus pastores, nos dio los buenos días y como unos perros falderos, nos fuimos tras él a las cuadras.
Enseguida empezó el ajetreo, sacar y acarrear las vacas de las cuadras y conducirlas por la carretera hasta el ferial. De camino cada uno de nosotros se comportaba como un experimentado vaquero, unos las silbaban, otros las atizaban con la vara y otros las gritaban, todo con el único fin de que ninguna se desmadrara y llegaran sin novedad a la explanada justo al lado de las Torres.
Las calles que llevaban al ferial eran un hervidero de gente, sobre todo forasteros, muchos de ellos gitanos, vestidos de negro, sombrero y su cachava inseparable, llegados de muchos pueblos de Soria y de provincias limítrofes, arreando y voceando a los animales.
¡Qué contentos y mayores nos sentíamos! con nuestras varas arreando al ganado, imitando a los vaqueros que aparecían en Bonanza que con tanto interés veíamos en la taberna del tío Rufino Ortega, en la calle Real.
Una vez en el ferial, vimos mucha animación y movimiento de gente y animales, había vacas, yeguas, mulas, potros, asnos… y hasta yuntas de bueyes ¡Qué grandes eran!, mezclados sin ningún orden ni concierto hasta que los propietarios daban con la zona que les habían asignado.
En ese momento terminaba nuestro trabajo.
Al rato, Isaías nos llamó y nos dio a cada uno de nosotros unas perrillas de propina para que las gastáramos en lo que quisiéramos, menos en cigarrillos, dijo con cara sonriente.
Después nos fuimos a dar una vuelta por el ferial, comparando nuestras vacas con las de los otros feriantes como si fuéramos verdaderos expertos en ganadería.
Nos íbamos fijando como los tratantes antes de cerrar el trato, hacían correr a los animales tirándoles de las riendas y comprobando si estaban cojos, o si las mulas eran falsas, muchos les descubrían los dientes para saber la edad del animal.
Al rato, decidimos bajar a la plaza a dar una vuelta y ver que habían montado por allí.
Al pasar la Puerta Aguilera, justo en los soportales, me llamó la atención que en un puesto, hecho de viejas cajas de madera, una abuela vendía figón, debía pasar mucho frío pues a pesar de tener un brasero con buenas ascuas, se frotaba las manos y daba pequeños brincos para entrar en calor mientras pregonaba las delicias de este guiso:
-¡Cómanlo calentito y picante, el mejor remedio contra el frío, decía! ¡Qué buen olor desprendía!
En la plaza y alrededores también había mucho trajín, fuimos directos al puesto que la tía Casta montaba los días de fiesta, vendía cañamones y golosinas para niños, cada uno de nosotros compró un cucurucho de cañamones tostados, y con el resto del dinero que nos sobró…unos cigarrillos.
En la plaza y alrededores también había mucho trajín, gente que ponían sus puestos de venta y tenderetes en los que se vendía todo tipo de mercancía, desde aparejos, cabezadas y aperos para el ganado hasta cencerros de todos los tamaños, boinas y alguna chapela, garrotas y también productos alimenticios como morcillas, picadillo y hasta turrón de guirlache. Por haber, había hasta los más variados y curiosos trastos viejos.
A la hora de comer, las tabernas estaban muy concurridas de compradores y vendedores, tratantes y comerciantes, payos y gitanos que seguían negociando o celebrando el cierre de un buen negocio, o simplemente que iban a degustar el plato típico berlangués del que tanto habían oído hablar.
Unos sentados alrededor de una mesa, otros en el mostrador y si no había sitio; de pie, todos comían lo mismo: Figón, picante y con mucho caldo para untar bien de pan. Lo servían en platos de porcelana o cazuelas de barro hechas en Tajueco, con el porrón de vino que iba de mano en mano. La mejor manera para entrar en calor y quitarse el frío de la mañana.
Han pasado los años. Sí, muchos y la feria ha quedado como un recuerdo lejano que solo viene a mi memoria cuando se acerca el día de la Purísima. Sin embargo, del Figón me sigo acordando con mucha frecuencia. Y es empezar a degustar este guiso cuando inconscientemente mi mente me traslada aquellos años de la niñez, cuando era feliz jugando a vaqueros, comiendo cañamones con los amigos y recordando el olor sabroso del figón picante.
En aquella época con la llegada del frío, el figón era el rey de la cocina -comida de pobres, decían- un plato apetitoso que calienta el cuerpo y alegra el alma. De fácil elaboración, sólo se necesita el bacalao desalado, aceite, guindillas, unas hojas de laurel, harina, pimentón, buena mano y mucho cariño en su preparación, como lo hacían nuestras madres. Hacen de este guiso un plato especial que sólo se puede degustar en Berlanga.
Desde hace años su consumo va a menos, ya cuesta encontrarlo en bares y restaurantes, y me temo que si no lo remediamos este plato tan tradicional y tan nuestro terminará desapareciendo, silenciosamente, sin darnos cuenta, como ocurrió con la feria.
Benito Ruiz Antón