Enrique Rubio desde Berlanga
No tan sólo es el número de año que comienza, ni el resultado de un atracón por haber comido el doble de uvas en fin de año buscando la buena suerte. Por supuesto, aunque verosímil, no se trata de las horas que completan cualquier día. Tampoco es el número de una fecha cercana al solsticio de invierno que nos pretenda evocar la Navidad pasada. En torno a esa cifra son muchas las cosas que suceden, como -por ejemplo- poco antes la ilusión de la lotería que inunda nuestra provincia en una, valga la redundancia, suerte pero de desenfreno.
Quién sabe si es la terminación de un décimo del sorteo del Niño, tratando de cambiar nuestro día a día o al menos soñar con ello en segunda oportunidad. Soñar, como la ilusión que se nos ha contagiado estos días en múltiples formas de ese espíritu que llaman Navideño, y que quizá sea la capacidad que tenemos de volver a pensarnos y sentirnos como niños, al menos en una ocasión al año.
Nos movemos por esa ilusión. Viajes a los lugares donde nos reconocemos buscando los rostros que queremos, pues como muchas especies migratorias lo tenemos memorizado. Pese al frío, viajamos, porque nos puede más la ilusión que los impedimentos, y nos juntamos y mantenemos tradiciones como las cabalgatas o los belenes. O adaptándonos a tiempos y gustos creamos otras nuevas como las San Silvestres o las llegadas de Papá Noel.
Quizá sea el número de deseos de felicidad enviados en forma de postal navideña o el de recibidas, pero seguramente, en plena época de declive epistolar, será más fácil que se trate del número de mensajes en el buzón de WhatsApp o del correo electrónico, o incluso los “me gusta” acumulados por la fotografía de un suculento plato de los degustados estos días.
Podría ser ese manjar, capturado en imagen, un sabroso asado de los que se han cocinado como desde hace miles de años, y digo bien miles, pues nuestra tierra es y ha sido rica en sabor transmitido de los pastos, que en muchas zonas de nuestra querida Soria son la única actividad económica posible con cierta rentabilidad sostenible. Seguramente, en nuestro código genético tenemos grabado todavía el pastoreo y la ganadería como medio de desarrollo y mantenimiento del entorno natural, aunque ahora no se valore demasiado, casi pareciendo querer olvidarlo.
Es mas, volviendo a la tradición de estos días, los pocos pastores que ahora se ven son los que adornan los belenes, y poco tiene que ver con la realidad de los ganaderos que mantienen con dignidad y no sin dificultades un modelo de negocio que requiere de medios e instalaciones, cada vez más adaptadas a las necesidades de consumo de nuestra sociedad. La optimización de los recursos que se invierten y producen en este modo de vida ganadero es primordial, obligando a que los pocos rebaños actuales sean cada vez más grandes, con lo que poco o nada queda ya de lo que una canción infantil dice con “tengo tres ovejas en una cabaña, una me da leche, otra me da lana y otra mantequilla para la semana.” Pocos se aventurarán a la transformación láctea, mantequilla aún menos o de la lana…
Veinticuatro, así, escrito con letras para que parezca más relevante, es la cantidad en euros de la factura de ingresos que recientemente ha percibido Javier, uno de estos irreductibles a cambio de la lana producida por un rebaño de más de mil cabezas, cantidad insignificante frente a los más de dos mil que supone el trabajo de esquileo que requiere el ovino. Cuesta creerlo, uno de los productos que construyeron nuestro pasado es una carga que se desprecia, devaluándola. Lejos están los almacenes de lana, más lejos los caminos de la Mesta, y nada queda de los nueve mil sagum de lana con que los celtíberos de Numancia pagaron la Pax Romana.
Puede que el veinticuatro no sea muchas cosas como antes decía, pero lo que si será seguro, por desgracia, el último año de otro rebaño más, como los que captura con su cámara el adnamantino Jorge Sanz, quizá en un intento de que los zarrones de San Pascual Bailón sigan teniendo sentido. Veinticuatro son también las horas de atención al rebaño, los siete días de cualquier semana, de todos los ganaderos.
Quizá deberíamos plantearnos comer las dos docenas de uvas si con ello asegurásemos un futuro para nuestras ojaladas, nuestras churras o las bilbilitanas que, entre otras, con cadencioso paso y musicalidad en los cencerros han mantenido a esta provincia en una sostenibilidad que ahora anhelamos. No puedo evitar pensar cómo en la película de ‘La loba parda’ Virgilio enseña a su nieto el peligro que acecha al rebaño, mucho más allá de los lobos, ahora asediado también por alimañas de otra calaña.
Así como no puedo dejar de envidiar el modelo de puesta en valor que los rebaños de Mont Saint-Michelle han conseguido implantar por su singularidad. Ojalá que veinticuatro sea el año que valoremos la sabiduría y necesidad de unir ganadería y medio ambiente. Un pasado sabio y un futuro digno del que sentirnos orgullosos.