Enrique Rubio, desde Berlanga para Soria Noticias.
El tiempo es una medida relativa para valorar muchas cosas, incluso la riqueza, pues aunque sea una cuestión muy manida, todos hemos pronunciado la expresión “no tengo tiempo” y después hemos seguido sin hacer nada para aprovecharlo, que tenerlo, lo teníamos. Parece ser que todo está condicionado a una productividad que después nos permita perderlo, y utilizar lo que nos queda de este, en después tratar de rentabilizar una parte de él en recuperar las fuerzas o en utilizarlo para gastarlas. Pura incongruencia.
Pues bien, lejos de nuestra cultura y costumbres sorianas, actualizadas por una vorágine de actualidad rabiosa, hay un modo de vida que se cuela por las rendijas de la globalización para mostrarnos la manera de hacer nuestra vida más racional y feliz. Nos llega desde el país del sol naciente con la misma velocidad con la que en los años 80 y 90, en primero de BUP, si la comunión no lo había solucionado, corríamos a comprarnos una calculadora Casio o esos fantásticos relojes, también calculadora, para resolver los problemas matemáticos que no sabíamos poco antes que teníamos y que, después, nos llevarían a estudiar ingenierías para no tener tiempo.
La verdad es que no sé muy bien si será por la influencia que las tecnologías, que tan fácilmente resolvían los problemas aritméticos, por las televisiones, desde aquellas que decían que tenían un señor pequeñito dentro para hacerlas funcionar, o por lo que se ha asociado tanto a la esencia de la modernidad a toda la electrónica simplificadora y adictiva, que a precios económicos, producía y produce este pequeño país. Pero después de unos años, muchos hemos visto como la cultura japonesa se ha colado en nuestra cotidianeidad también de otro modo, el fengshui como solución de los problemas de decoración, mientras con su clima de relajación, consigue hacer de nuestros espacios vitales unos lugares mucho más equilibrados.
Pero no queda en eso, el shushi también ha llegado a las cocinas con sus arroces y pescados para que ahora mismo cualquiera hable de un alga norikami con la familiaridad con que lo hacíamos antes de una hoja de berza del huerto para el cocido. O del Maitake como si fuera una de las setas de cardo que nuestras abuelas echaban al pollo de corral. Y no digo yo que la influencia japonesa sea mala, al contrario. No hay nada más que ver la gran ayuda que hemos recibido desde la visión rasgada de una nipona llamada Marie Kondo, que con su método Konmari nos ha solucionado cómo colocar y cuánta ropa tener en el armario para después ordenarnos la vida en general.
Pero hablando de armarios y orden, hace mucho tiempo cayó en mis manos un libro de carpintería japonesa “sashimono”, en la cual su pretensión es resaltar las vetas, colores y textura de la madera, utilizando precisas y complejas juntas de madera talladas con simples formones, cepillos y sierras de mano para crear piezas resistentes y refinadas. Todo ello, forzando el ingenio para no utilizar tornillería ni herrajes metálicos, consiguiendo de esa manera respetar la tradición y pureza de un arte milenario sin romper el equilibrio estético que tanto ha remarcado su cultura.
Con esta técnica se elaboran los más refinados objetos, como los usados en las ceremonias del té. Y el tiempo toma una medida relativa del mismo modo que lo ha hecho siempre. Llevándonos a pensar debajo de las flores de un cerezo japonés en el sentido de las cosas.
También aquí en nuestra Soria, caprichosa de heladas que se llevan las cosechas de cerezas, excepto en algunos rincones de la Vega del Talegones o del río Linares, donde alguien que se sentó a pensar hace muchos años se dio cuenta de que eran lugares que solían ser respetados por estas
inclemencias.
Y es que ese tiempo, que se tomó aquel quien plantó los árboles en esa vega, sin duda, lo aprovechó. De la manera que se han aprovechado las cosas en los pueblos que en nuestra tierra se resisten a olvidar sus conocimientos aunque muchos no se paren a observarlos.
En cualquiera de esos pueblos se pueden ver estos días los trazos perfectos de un surco que da cobijo a hortalizas y verduras después de los precisos cuidados. Por supuesto tomates, que saben a tomate, tanto como la vida que se viene a saborear detrás de ellos, que sabe a vida.
Son esos momentos, en los que dejar en segundo plano el transcurso de las horas, se utiliza para llevar a cabo algunos de los muchos ejemplos donde la paciencia nos ha dejado un reflejo tangible de un patrimonio inmaterial, que son las formas tradicionales de hacer. El exquisito refinamiento de una sencilla silla de anea,sin clavo alguno, donde sentarse a tejer un jersey de ochos con tan solo dos agujas, que mientras se acaba, es guardado en la sutileza con la que conforman las ramas de una mimbrera un cesto. O las construcciones de adobes, donde el barro es hecho porciones para amalgamado con paja, formar hogares.
Me permito dejar para el final uno de los ejemplos más resistentes al paso del tiempo, la piedra seca, con lascas del mismo material es trabada en paredes y muros que son en sí caligrafías que escriben una memoria para permanecer guardando esfuerzos en silencio.
Sin pretender nada más que crear paramentos sólidos, conforman unas texturas humildemente sólidas de piedras engarzadas donde el trabajo de las manos expertas deja el reflejo de unos conocimientos basados en las posibilidades de los materiales vernáculos, logrando minimizar los gastos para masificar los resultados. Pura lógica.
La riqueza que atesoramos ha costado mucho tiempo, hasta el punto de hacer que sea una frivolidad el malgastarlo. Por muchas matemáticas o cuentas en calculadora japonesas que echemos, seguramente la lógica infalible de la cuenta de la abuela nos hará ver que la razón se da despacio, como el chup-chup de un guiso tradicional con su fundamento. Mantener la presencia y la esencia de las raíces quizá no sea moderno, seguramente
es imprescindible.