Artículo de Ana Caballero, abogada y vicepresidenta de la Asociación Europea Transición Digital.
¿Por qué las grandes plataformas digitales ponen tanto empeño en captar a los menores europeos? La respuesta es sencilla y a la vez profundamente inquietante: porque Europa es una gran base de datos de consumidores cualificada, y los niños y adolescentes son la joya de la corona.
Las redes sociales no son solo herramientas de entretenimiento. Son máquinas de extracción de datos. Su negocio no está en los “me gusta”, sino en conocer hasta el último detalle de nuestros comportamientos, emociones y preferencias para construir un perfil de consumidor altamente rentable. Y, como bien sabe cualquier experto en márketing, la fidelización empieza cuanto antes.
Por eso el verdadero objetivo de TikTok, Instagram o YouTube no es el adulto maduro, sino el adolescente impresionable. Cuanto más joven, mejor. Porque si logran establecer relaciones de consumo desde la adolescencia, probablemente tendrán un cliente fiel durante décadas. Como quien elige una marca de cereales a los diez años y la sigue comprando toda la vida, pero con implicaciones infinitamente más profundas: van a conocer sus datos biométricos, medir su capacidad intelectual, impactar en sus hábitos de sueño, recurrir al consumo emocional e identificar sus vínculos afectivos...
Europa es especialmente atractiva para estas plataformas por dos razones. La primera: sus ciudadanos tienen un alto poder adquisitivo y un fuerte consumo digital. La segunda, y más importante: el marco normativo europeo es exigente, pero aún está en proceso de implementación y supervisión efectiva. Mientras tanto, las grandes plataformas explotan esa brecha con una agresiva estrategia de captación entre menores.
A pesar de que el Reglamento de Servicios Digitales (DSA) y otras normativas obligan a proteger a los menores, la ambigüedad de términos como “vulnerabilidad” o “riesgo sistémico” deja margen para que las plataformas decidan —ellas solas— qué medidas adoptar. En la práctica, esto significa autorregulación -la Plataformas son juez y parte-, y ya sabemos lo que eso implica cuando hay beneficios millonarios en juego.
Estas compañías han sofisticado hasta el extremo sus técnicas de perfilado. Con simples interacciones —un clic, un vídeo visto hasta el final, una búsqueda— pueden inferir desde el estado emocional hasta la situación familiar del menor. Y lo hacen no para educar, sino para vender. Venden atención, venden datos, venden futuro.
Mientras tanto, los menores europeos navegan sin protección suficiente. A los 11 años ya tienen móvil; a los 13, redes sociales; a los 15, identidad digital construida por algoritmos. Y lo más preocupante: ni ellos ni sus padres saben qué se está haciendo con sus datos.
La economía de la atención ha convertido a los menores en objetivo prioritario. No se trata solo de protegerlos del acoso o la exposición a contenidos nocivos. Se trata de garantizar que no se conviertan en consumidores manipulables desde la infancia.
Europa debe actuar. Con más control, más transparencia y, sobre todo, con una legislación que no se quede en el papel. Porque mientras discutimos cómo proteger a nuestros menores, las redes sociales ya han hecho su jugada: fidelizarlos desde la cuna.
Recuerden que en el desarrollo de nuestros hijos: no hay ensayo general, solo van a tener esta oportunidad.
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