José Luis Chaín García es uno de los aficionados taurinos más reconocidos de Soria y un gran defensor y creador de contenidos en torno al mundo de la tauromaquia. En esta carta al director nos cuenta sus sensaciones tras la despedida del matador sevillano.
Muy de mañana, en una mañana del incipiente otoño, paseaba junto al Duero, por el soriano camino de San Prudencio que lleva al caminante hasta la ermita de San Saturio. La brisa, tibia y limpia, traía un perfume de álamos amarillos y rumor de agua lenta. En la ribera, las hojas muertas parecían versos caídos de un libro imperceptible. Todo era sosiego en el ambiente, templanza, recogimiento, paz…
Mientras el río seguía su curso y yo por su orilla con él, pensaba -como quien piensa en lo inapelable y lo eterno- en lo que había sucedido en Madrid, apenas unos días antes. Doce de octubre de dos mil veinticinco. Las Ventas. Morante.
No lo presencié en vivo allí, ocupando uno de los privilegiados escaños venteños, pero, las imágenes y el sonido que me trajo la televisión hicieron el resto; el sentimiento, que quería barruntar algo grande del porvenir, se vio recompensado.
Aún me dolían los aplausos contenidos, la emoción suspendida, el temblor de lo grande. Porque lo que allí se vivió no fue una tarde de toros: fue una revelación.
Algo en aquel toreo parecía venir de lejos, de muy lejos, como si los siglos se hubieran reunido en el ruedo para recordar que el arte, cuando es verdadero, no envejece nunca.
Y al caminar, un camino que trazó y a su entorno cantó un sevillano insigne, respetando todo sentimiento, pensé que quizá -en mi caso- solo desde un paisaje como el soriano -donde el tiempo parece detenerse y la belleza no necesita gritar- se puede entender del todo lo que significa Morante de la Puebla para el toreo y para el arte. Tal vez, si el maestro lo andara, calmaría su ser…
Morante pertenece a la estirpe de los elegidos, de los que entienden el toreo como una liturgia de belleza. En él se advierte una doble fidelidad: al clasicismo y al riesgo de lo inédito. Ha bebido de las fuentes más puras (Belmonte, Pepe Luis, Curro, Paula), pero también de la razón ordenadora de Joselito "El Gallo", que supo dar estructura al arte sin despojarlo de misterio.
De Joselito hereda la noción de tauromaquia integral, ese conocimiento guardado en el arca de la sabiduría que abarca el toro, la lidia, el temple, la distancia y el terreno. Morante no improvisa: compone. Cada tanda tiene arquitectura, cada pase tiene genealogía, cada gesto tiene memoria. Pero, a diferencia de Joselito, que fue el constructor racional del toreo moderno, Morante es su reencarnación lírica: un artista que parece torear con el alma desnuda.
En su toreo se cruzan el orden y el delirio, el cálculo y la inspiración. Es capaz de citar con la quietud de Belmonte y de rematar con el abandono de Paula. Y, sin embargo, no imita a nadie. Morante torea como Morante, y eso basta para justificar su época.
Si el toreo con la muleta pertenece a la tierra, el toreo de capa pertenece al aire. En el capote de Morante hay una música secreta que el público percibe quizá sin comprender del todo.
Sus verónicas son oraciones lentas, versos sin prisa, nacidos del respeto a la embestida y del amor a la forma. No hay rigidez en su cuerpo: hay ritmo, hay compás, hay entrega. Su capote no manda; dialoga.
Cuando Morante mece la embestida, el ruedo se convierte en un escenario donde el tiempo se suspende. El toro parece hipnotizado; el público enmudecido, no tarda en romper y rasgar un olé a coro. No hay violencia ni imposición: solo armonía.
En esas verónicas -tan de otra época, tan nuevas siempre- habita la esencia del toreo como arte de lo efímero. Son instantes que no se pueden repetir, porque no se pueden copiar los milagros.
Si el capote es su bandera, la muleta es su palabra. En ella, Morante expresa su sabiduría enciclopédica, esa tauromaquia total que solo poseen los grandes elegidos. Con la muleta domina todos los terrenos del toreo: la pureza del natural, la hondura del derechazo, la ligazón, la quietud, el trazo largo y el remate corto. No hay en él una única escuela: están reconciliadas todas ellas.
A veces torea como un antiguo, con los pies juntos, vertical y sereno, como si recitara una lección de 1920. Otras veces rompe el molde, se retuerce en la inspiración, busca el trazo imposible. Pero siempre hay verdad, y sobre todo, hay alma.
Morante no torea para convencer, sino para sentir. Por eso su toreo es irregular y necesario, como la vida misma. Sus mejores faenas no se explican: se recuerdan. Han ocurrido en plazas grandes y pequeñas, en tardes de rumor o de revelación.
Y cuando su muleta se detiene y el toro obedece al hilo invisible de su temple, todo el toreo parece justificado.
Hay quien cree que Morante solo es estética. Error. Su estética no excluye el valor; lo ennoblece.
La espada, en él, no es mero trámite, sino conclusión de un rito. A veces, con ese andar cansado y melancólico, se perfila sin aspavientos, mira al toro y se entrega a la suerte suprema con una verdad que desmiente cualquier frivolidad.
No siempre mata bien, y no importa: lo intenta de verdad. En cada estocada hay sinceridad, hay riesgo, hay fe. Porque Morante -como los antiguos- entiende que matar un toro no es ejecutar una técnica, sino consumar una ceremonia.
Y cuando la espada entra entera, cuando el toro rueda sin puntilla, hay una emoción arcaica que recorre la plaza: la emoción de lo justo, lo completo, lo humano.
La obra de Morante es ya historia. Ha devuelto al toreo algo que parecía perdido: la conciencia de su misterio. Ha demostrado que el arte puede resistir a la rutina, que la belleza sigue siendo un argumento, que el valor no solo se mide en sangre, sino también en coherencia y sensibilidad.
No hay torero más culto, más sabio en su oficio, más conocedor del toro, de la suerte, del ritmo y del compás. Su toreo es un compendio, una antología viva de lo que fue y de lo que puede ser el arte de torear. Pero no hay en él nostalgia: hay respeto por el pasado y reinvención desde el presente.
Por eso Morante es heredero de Joselito, pero también su reverso poético: si Joselito fue el arquitecto del toreo, Morante es su pintor impresionista, el que no mide sino siente, el que hace de cada pase una pincelada irrepetible.
El toreo, como toda forma de arte verdadero, solo existe en el instante. Lo que se va, queda. Lo que queda, se transforma.
Morante de la Puebla ha hecho de ese instante su morada. Ha elegido la inspiración frente a la constancia, la emoción frente al cálculo, la belleza frente al aplauso.
Y en ese riesgo reside su grandeza. Porque cuando su capote dibuja el aire, cuando su muleta templa la embestida, cuando su espada entra con sinceridad, el toreo recupera su sentido más alto: el de ser una forma humana de eternidad.
Morante no es un torero de época. Es, sencillamente, una época del toreo. Y cuando el tiempo pase y los nombres se confundan, quedará su legado como queda la huella de los elegidos: aquellos que no solo torearon, sino que revelaron el alma del toreo.
Morante no se cortó la coleta, se desnudó del añadido; el Maestro de la Puebla permanece, aun cuando ya no se acartele.
¡Gracias, Maestro! Por existir, por ser torero, por su humilde pero inmensa grandeza, y defender una afición que para tantos, y tantos, nos es común…
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