Artículo de Ana Caballero, abogada y vicepresidenta de la Asociación Europea Transición Digital.
En el siglo XIX, Charles Darwin formuló su famosa teoría de la selección natural: los organismos mejor adaptados al entorno tienen más probabilidades de sobrevivir y reproducirse. Hoy, en pleno siglo XXI, vivimos bajo otra forma de selección, mucho menos natural y mucho más silenciosa: la selección artificial que ejercen los algoritmos.
¿Y qué pinta tu hijo en todo esto? Mucho más de lo que crees. Porque los algoritmos —esas fórmulas matemáticas invisibles que deciden qué ve, qué escucha, qué aprende y hasta con quién interactúa— están moldeando su desarrollo como individuo. No lo hacen con criterio pedagógico, ni ético, ni emocional. Lo hacen con una lógica puramente comercial: mantenerlo enganchado, clasificarlo y rentabilizar sus datos.
Cada clic, cada segundo de vídeo, cada emoji que tu hijo envía o recibe, alimenta un sistema de perfilado automático que lo agrupa en grupos. Estos grupos, como pequeñas “especies digitales”, son diseñados para consumir contenido específico, para recibir publicidad a medida… y para ser “optimizados” según lo rentable que resulten. Estamos hablando de una auténtica selección artificial, donde los algoritmos deciden qué tipo de menor es “valioso” y cuál no.
¿Y cuáles son las consecuencias? La más evidente: no todos los niños reciben las mismas oportunidades. Un menor encasillado por sus búsquedas o su nivel de interacción como “poco activo”, “poco prometedor” o “emocionalmente vulnerable”, puede condicionar sus oportunidades futuras. Mientras tanto, otros perfiles reciben sugerencias más estimulantes, más enriquecedoras, más valiosas. Como si una mano invisible —y sin rostro— decidiera quién merece avanzar y quién no. Porque los algoritmos no solo recomiendan: también excluyen.
¿Es esto justo? ¿Es esto lo que queremos para nuestros hijos?
La falta de transparencia de estos sistemas es alarmante. Nadie explica por qué un algoritmo muestra unos contenidos y oculta otros. Nadie informa de que ese perfil digital puede estar condicionando decisiones futuras: acceso a recursos, propuestas educativas, consumo de información, incluso desarrollo emocional. La inteligencia artificial no está solo prediciendo comportamientos: los está creando.
Darwin hablaba de adaptación al entorno. Hoy, los algoritmos diseñan ese entorno digital, y los menores tienen que adaptarse a él… o quedarse fuera. Pero no es un entorno neutro: es un entorno sesgado, que replica desigualdades geográficas, sociales, culturales y económicas. Y lo peor es que lo hace de forma silenciosa, invisible para los propios niños y para sus familias.
Por eso es urgente actuar. Porque esta nueva forma de “selección” no tiene nada de natural. Es artificial, es opaca y, si no la controlamos, puede ser profundamente injusta.
Nuestros hijos no son cobayas del laboratorio digital de Meta, Google o Tik Tok. No deberían ser clasificados, explotados ni descartados por un algoritmo. Merecen crecer en un entorno donde sus oportunidades dependan de su esfuerzo, de su entorno, de su humanidad… no de una fórmula secreta diseñada para vender más.
Recuerden que en el desarrollo de nuestros hijos: no hay ensayo general, solo van a tener esta oportunidad.
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