La mecanización del campo soriano, iniciada en el siglo XX, es analizada por el periodista Jaime Martínez como el principal catalizador del éxodo rural. Aunque el tractor trajo comodidad, también provocó la desaparición de pequeñas explotaciones familiares, un profundo cambio cultural y una nueva dependencia de las grandes multinacionales, dibujando un futuro dominado por fondos de inversión.
El sonido de las esquilas marcando el paso lento de las yuntas, el olor del estiércol mezclado con la tierra húmeda y el murmullo constante de la vida animal eran la banda sonora y el perfume de los pueblos de Soria. Un universo sensorial que se ha desvanecido en apenas dos generaciones, sustituido por el rugido de los motores y la eficiencia implacable de la maquinaria. Este cambio, que ha redefinido por completo la vida rural, ha sido el eje de una profunda reflexión de Jaime Martínez, un veterano periodista con raíces en Nepas, en el marco de la celebración de la 'Siega Antigua' en la localidad.
La mecanización del campo, iniciada en las décadas de los 50 y 60 del siglo pasado, no ha sido simplemente un avance tecnológico; ha supuesto una ruptura cultural y social de consecuencias irreversibles. Lo que para muchos ha representado la liberación de un trabajo físico extenuante, para el ecosistema rural ha significado el principio del fin de un modelo de vida. La llegada de los primeros tractores fue el catalizador de una transformación que ha vaciado las casas, silenciado las calles y concentrado la tierra en cada vez menos manos.
Martínez, cuya trayectoria vital le ha llevado desde vender enciclopedias a trabajar como técnico de sonido en Televisión Española antes de abrazar el periodismo, ha observado esta metamorfosis desde una perspectiva privilegiada. Su testimonio, cargado de memoria y análisis, dibuja un paisaje agridulce donde la comodidad ha tenido un coste muy alto: la despoblación y la pérdida de soberanía del agricultor. La 'Siega Antigua' de Nepas, que volvía a celebrarse este sábado como cada dos años, más que un evento nostálgico, se convierte así en un recordatorio de todo lo que se ha quedado por el camino.
La descripción que hace Martínez del impacto inicial de la maquinaria es visceral. No habla de economía ni de rendimientos, sino de una alteración profunda de la vida cotidiana. "Puso patas arriba el sonido y el olor de los pueblos", afirma con rotundidad. Durante siglos, la vida giraba en torno a los animales de tiro: mulas, bueyes, caballos... Eran parte de la familia, dormían bajo el mismo techo y su presencia impregnaba cada rincón. "Los críos sabíamos, por el sonido de los cencerros, de quién era la yunta de bueyes" que se aproximaba, recuerda. Era un conocimiento íntimo, una conexión con el entorno que se ha perdido para siempre.
Con la llegada de las máquinas, los animales se volvieron prescindibles. "En poco tiempo desaparecieron todos esos animales de los pueblos", explica Martínez. El oído de los jóvenes se afinó para un nuevo lenguaje: el del motor. "Los chicos empezaron a distinguir, igual que habían distinguido una yunta de bueyes por el sonido de los cencerros, por el sonido del motor de los tractores". Cada marca, un sonido; cada sonido, un vecino. Pero esta nueva sinfonía mecánica trajo consigo un silencio mucho más profundo: el del éxodo.
La modernización no ha sido un camino accesible para todos. La maquinaria era una inversión inasumible para las pequeñas haciendas familiares que caracterizaban la estructura agraria soriana. Este factor económico, combinado con la falta de expectativas, ha sido una de las principales causas de la despoblación. "La maquinaria era cara. Muchas haciendas pequeñas de los pueblos de Soria no podían permitirse comprar un tractor", detalla. La consecuencia fue directa: sin capacidad para competir, muchas familias cerraron sus casas y buscaron un futuro en las ciudades.
Este proceso coincidió en el tiempo con el gran éxodo rural. "Los chicos jóvenes en cuanto terminaban, se licenciaban del servicio militar, se iban uno detrás de otro", rememora. Se marchaban a Zaragoza, Bilbao o Barcelona para trabajar como peones en la construcción o en la industria, lejos de un campo que ya no les ofrecía un porvenir. La maquinaria, por tanto, no solo ha facilitado el trabajo de quienes se quedaron, sino que también ha sido un factor de expulsión para quienes no pudieron adaptarse. Ha contribuido a crear un campo más productivo, pero infinitamente más vacío.
Nadie niega que la vida del agricultor ha mejorado en términos de dureza física. El trabajo es más cómodo, más rentable y la producción se ha multiplicado, especialmente tras la concentración parcelaria. Sin embargo, esta aparente bonanza esconde una nueva forma de servidumbre. El agricultor ha pasado de depender de la fuerza de sus animales a estar sometido a las presiones de un mercado global controlado por unas pocas multinacionales. "El producto que ellos tienen, lo que compran... lo compran a un precio que la multinacional tal y cual, que hay cuatro, les ponen. No lo pueden regatear", denuncia Martínez.
Esta dependencia es total. Las grandes corporaciones no solo venden la maquinaria, sino también las semillas, los fertilizantes y los herbicidas específicos para esas semillas. El agricultor se encuentra atrapado en un ciclo donde no controla ni el precio de sus insumos ni el de su producción final, cuyo valor se decide a miles de kilómetros, en el mercado de Chicago. Martínez incluso evoca una anécdota reveladora sobre las "plagas del campo": "Los fabricantes de maquinaria, los vendedores de maquinaria, los fabricantes de abono, los vendedores de abono y la quinta plaga... los ingenieros agrónomos". Una ironía que refleja el sentir de un sector que se siente dirigido desde fuera.
La reflexión de Jaime Martínez culmina con una predicción sombría pero realista sobre el futuro del campo soriano. La falta de relevo generacional y la atomización de la propiedad son dos problemas estructurales que amenazan la supervivencia del modelo actual. En Nepas, por ejemplo, 12 agricultores cultivan las tierras de 140 propietarios distintos, muchos de ellos herederos que viven en ciudades y no tienen intención de vender. Esta situación impide una gestión eficiente y moderna de las explotaciones.
Para Martínez, la conclusión es inevitable. "La empresa familiar agrícola se va a acabar. Van a entrar empresas, fondos de inversión, fondos de capital, que pondrán aquí a trabajadores... a trabajar una tierra que será de esos fondos de capital". Se vislumbra un futuro donde el campo soriano ya no será labrado por familias con un vínculo ancestral con la tierra, sino gestionado por grandes corporaciones con criterios puramente financieros. Un paisaje de alta tecnología y máxima eficiencia, pero sin alma, el último capítulo de una revolución que comenzó con el rugido del primer tractor.
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