Diego Miguel Holguín remite una carta a Soria Noticias en la que narra su experiencia en Medinaceli este fin de semana. Una vivencia que repetirá nuevamente.
En una carta a Soria Noticias, el arquitecto vallisoletano Diego Miguel Holguín relata en primera persona cómo vivió el festejo del Toro Jubilo, en Medinaceli, celebrado este sábado. Confiesa, tras esta esta experiencia, que es "difícil reponerse de tanta emoción".
Me parece sorprendente como en la "refinada" Europa del siglo XXI, aún tenemos la suerte de que se conserven ritos mágicos e impactantes que entroncan con el pasado y la identidad de los pueblos. Eso ocurre con el Toro Jubilo de Medinaceli, el único toro embolado de Castilla y León.
Para verlo, hay que adentrarse en la frontera entre Soria y Guadalajara, donde al subir una estrecha y sinuosa carretera de un carril, te recibe un imponente arco romano, testigo de la herencia milenaria de este lugar. Tal como si estuvieras subiendo una cima sagrada.
Yo llegué alrededor de las siete de la tarde y bajo un gran dispositivo policial. Se podría decir que había más guardias civiles que personas andando por el pueblo, para nuestra seguridad y dejando claro que lo que pasa allí no es algo banal.
Una hora antes hubo una manifestación antitaurina, ese tipo de concentraciones de gente de Madrid, que se desplaza a lugares culturalmente muy diferentes a decir cómo tienen que celebrar sus fiestas y tratar a sus animales porque ellos son las únicas personas civilizadas y los demás no.
Pese a mi expectación, el ambiente no era muy propicio para la fiesta, frío, lluvia, poca gente por la calle y mucha tensión. Accedí a la plaza, sellada con un férreo control de accesos, ya que había riesgo de que alguien o algo quisiera dar al traste con la celebración, tras la suspensión del año pasado por un juez de Soria.
Allí, el recinto, vacío aún, daba una extraña sensación como de saber que estás en un lugar en calma antes de una fuerte tormenta. Aunque sólo con mirar la torre de la iglesia y ver en letras grandes 'Toro Jubilo', no quedaba mucha duda de lo que iba a pasar ahí.
Para hacer tiempo y refugiarme del frio y la lluvia, fui al coloquio que se celebraba en el Palacio Ducal, un edificio tan bonito como el resto del pueblo. Allí, los ponentes celebraron una oda al Toro Jubilo y a los festejos populares, entre los que fueron ponentes el consejero Santonja, el alcalde Cuéllar o el ganadero Pedro Caminero, que ponía el toro para tal gesta. También estuvo, Rubén Sanz, torero local de Soria, que nos recordó como la tauromaquia popular es tan importante como cualquier otra.
La sensación del pueblo es la de una batalla ganada en medio de una gran guerra. De cómo con esfuerzo, han de defender aquello que llevan siglos celebrando, porque nuestras tradiciones nos hacen más ricos y lo contrario es olvidar su memoria y lo que son. Todo ello, pese a que otros, que no las conocen ni quieren conocerlas, hayan decidido como ha de ser su fiesta sin contar con ellos.
Una vez terminó el coloquio, la cosa no se pudo poner más desapacible, empezó a llover a cántaros y los pocos que estábamos en la paza, nos refugiamos a esperar bajo los soportales. Pero lo cierto es que nadie tenía dudas de que el toro se iba a celebrar, en cualquier modo o condición.
Se hicieron las diez de la noche, escampó y la gente empezó a tomar posiciones para ver el espectáculo. Aparecieron los hombres del pueblo en mono gris y empezaron a oficiar el rito, prendiendo varias hogueras y acondicionando el suelo, que se había convertido en un barrizal poco propicio para cualquier movimiento.
Y a las once y media, se hizo el silencio, y ahí, ensogado y tirado a pulso por los hombres, apareció el toro. Llevado a un poste en un lado de la plaza donde, de repente, todos se agolparon en torno a él. Poco se veía desde fuera, aunque ya empezaba a asomar un par de bolas negras y una tabla ensogada en torno a las astas, mientras se le embadurnaba en barro.
Y ahí, en ese bullicio, un hombre prende una antorcha en una de las hogueras, se dirje al toro y se hace el fuego. Miedo y magia a partes iguales. Se corta la soga, los hombres corren a refugiarse y una bestia envuelta en barro y fuego empieza a danzar alegremente por el ruedo.
La sensación era de terror cada vez que se acercaba a donde estabas. Da igual que estuvieras a resguardo detrás de unas vallas, gritos y carreras del público cuando pasa. Un terror difícil de explicar.
Primero se le apagó una de las bolas y poco después la otra, aunque se las volvió a encender con las hogueras, mientras la danza seguía y algún valiente, más bien loco, se atrevía a cortar al animal. Héroes que ante monstruos, no huyen ni atacan, solo los tientan a cuerpo descubierto.
Con el toro aún en el ruedo, un ruido rompió el silencio y empezaron los fuegos artificiales, porque no hay que olvidar que es una celebración.
Las astas se apagaron y el rito se acababa. La gente abandonaba el ruedo y un par de personas intentaban devolver al toro a su sitio, lo que les llevó mucho tiempo.
Luego había un saxofonista para que la fiesta continuase, pero es difícil reponerse de tanta emoción. No sabes si ha sido un sueño, una pesadilla, una visión o algo de verdad real.
Son cosas difíciles de contar. Como un animal casi mitológico, en medio del frio y la oscuridad de Soria, sale a pasear envuelto en barro y fuego, para que lo podamos contemplar.
Concentrándonos allí, sólo para eso, para verlo y los más valientes intentar rozarlo. Algo maravilloso, que espero poder volver a ver el año que viene.
Diego Miguel Holguín
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